Todos los sábados temía subir a ese bus que conducía un tipo de aspecto fiero. Ello, por la sencilla razón que la tarifa escolar caducaba a las trece horas y como la pobreza era la enseña de nuestro hogar, siempre andaba con las monedas justas. La jornada finalizaba un cuarto para la una y tenía los minutos contados para encaramarme al microbús y salvarme de cancelar el pasaje completo.
A veces aparecía el vehículo ya pasada la una, pero casi todos los choferes eran condescendientes conmigo y me dejaban subir al bus, no sin antes hacerme una morisqueta de complicidad. Yo sonreía con timidez y me sentía el niño más afortunado del mundo por haberme salvado de caminar más de treinta cuadras, que era la astronómica distancia que separaba al colegio de mi casa.
Pero, para mi infortunio, cuando menos lo esperaba, aparecía el fatídico bus y yo, desalentado, subía con paso cansino y me enfrentaba al hombre aquel, de corazón inmisericorde. Este parecía refocilarse conmigo y mirándome con una crueldad que rayaba en el sadismo, me decía: “- Son pasadas las dos, por lo tanto, ya no está vigente el horario escolar.” Y me extendía el pasaje corriente, con la plena seguridad que no tendría el dinero para cubrirlo. Yo, conteniendo mis deseos de llorar, mezclado esto con un incipiente odio que se debatía muy solapado en mi alma de niño, descendía del vehículo y me parecía bajar varios escalones más en la escala de la humillación.
Esto ocurrió demasiadas veces y nunca aparecieron en mis bolsillos las monedas salvadoras que me permitieran avanzar con gallardía por el pasillo. Llegué a odiar a ese tipo que cada vez me miraba con más cinismo. Su crueldad parecía no tener límites y a tanto llegó su tiranía que muchas veces pasó de largo, sonriéndome con un gesto burlesco.
Me juramenté a vengar todas esas humillaciones, me propuse subir algún día a su bus y lanzarle en sus narices una encendida proclama. Para ello, ensayé varios discursos, agregándole, cada vez, los más punzantes adjetivos. Después de eso, mi corazón quedaría en paz.
Pero sucedió que, de un día para otro, el malvado chofer desapareció de la línea. Yo revolvía entre mis dedos aquellas monedas que permanecían ancladas a mi bolsillo y que serían las aliadas en la reivindicación de mi honra. Pero el tipo nunca más se divisó y fue como si una mano negra le hubiese protegido de mi venganza.
Muchos años más tarde, trabajando yo en la recepción de un consultorio y habiendo olvidado hacía mucho tiempo aquella desagradable vivencia, se presentó ante mí un hombre muy viejo, que me miró a través de sus ojos empañados. Le tomé los datos para la ficha clínica y entonces reparé en un detalle. El tipo me dijo que era chofer jubilado, de una línea que ya había desaparecido. De inmediato, resurgieron en mi memoria todos aquellos recuerdos aciagos. Pero mi alma se había recuperado, yo había crecido en todo sentido y me pareció mezquino hacerle ver al pobre anciano, lo mucho que me había ofendido y como había aguardado yo por una revancha. Sin que el hombre imaginara que tenía ante él a su víctima propiciatoria, le guié por los pasillos hasta el consultorio y le entregué la ficha clínica a la auxiliar, pidiéndole de paso que se atendiera de los primeros al pobre anciano. Este me extendió su mano sarmentosa y me agradeció esta atención. Me alejé con el corazón rebosante y con los últimos escombros de un rencor difuminado, disolviéndose en una larga sonrisa de satisfacción…
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