Hoy es Halloween. Y no, ya no estamos en la edad de salir a pedir dulces de casa en casa. Ahora, por increíble que parezca, es más atemorizante la noche de hoy. Pero la tradición no se queda en hoy, mañana y el miércoles. El terror ya nos persigue diario y se agazapa detrás de la cabecera de nuestra cama, junto al buró en el que reposan las fotos, el cenicero, los cigarros... en fin, todos los compañeros inevitables de cada noche frente a la luz apagada. Es ahí, en ese momento, en donde esta noche (al igual que otras tantas noches) nos perseguirán los fantasmas para acribillarnos con recuerdos, con miedos, con ilusiones rotas y sueños maltrechos que no nos llevaron a ninguna parte. Es ahí, a pesar de todo, donde, justo después de gritar desesperados por un respiro, empezaremos a hablar con los fantasmas y a recordar cuando calentaban el otro lado de la cama, a las 6 de la mañana, después de decidir que ese día sería un gran día para faltar al trabajo y quedarse dentro de las sábanas acurrucados en nuestro pecho. Sí, viajaremos con ellos como si fueramos modernos Scrooges dickenianos, pero no para demostrarnos lo errados que estabamos, sino para mostrarnos lo miserables que somos sin su presencia.

Y ahí, en medio de ésta noche de tradición celta, prenderemos la luz y jugaremos a imaginarnos que están de vuelta, que giran la chapa de la puerta del cuarto y entran, lenta, callada y sigilosamente a nuestra cama para apenas rozarnos con la brisa que provoca su movimiento y decirnos "buenos días, hoy quiero estar contigo".