Agustina María había despertado distinta aquella mañana; mecía su delgado cuerpo de un lado a otro, sonriendo a su propia imagen, sintiéndose profundamente renovada, como si por fin su inocua existencia cobrara sentido. No cualquiera puede ser santo.
-¡Tiburciana, ven a atender a la santa de tu patrona! ¡Apúrate, mujer!
La sirvienta, alta y escuálida, llegó corriendo para no hacerla esperar.
-Necesito que me ayudes con un asunto de vital importancia, así que deja todo lo que estabas haciendo.
-Pero señorita, no puedo dejar el almuerzo a medio hacer, su papá se va a enojar conmigo.
-Me importa un bledo el almuerzo y lo que piense mi papá! Tuve un sueño revelador esta noche.¡He sido llamada para ser Santa!
-¿Cómo dijo, patrona?...
- Dios me visitó mientras dormía y me reveló el verdadero sentido de mi vida: ser un ejemplo de devoción para el mundo, un baluarte más para la Iglesia.
La otra se mantuvo impávida, con una fingida sonrisa en los labios, sin comprender del todo lo que la mujer le estaba diciendo.
-Y como a nadie le falta Dios, decidí elegirte como mi brazo derecho. ¡Me acompañarás a buscar a esos desafortunados para derramar mi gracia y bondad sobre ellos!
Tiburciana estaba asustada; Agustina tenía un extraño brillo en los ojos que jamás antes había visto. No se atrevió a darle una negativa y debió seguirle el juego.
El centro estaba atestado de personas; Agustina llevaba en su cartera varios fajos de billetes, los que de paso no le pertenecían a ella sino a su padre, y los repartía a los pordioseros que encontraba en el camino, junto a un poco café caliente del pesado termo que cargaba Tiburciana.
Luego de cuatro horas de caridad, Agustina María se sentó en la Plaza de Armas y miró a su alrededor, esperando que alguien la reconociese como la mártir que era.
-¡Cuánta pobreza hay en este país! Aunque yo vaciase toda la cuenta corriente de mi padre, no sería suficiente ¡Qué difícil es ser santa entre toda esta indigencia! Yo he dado y dado la mañana entera y aún no he recibido nada a cambio por todo este sacrificio.
-La gente es así, ingrata, patrona.
-¡Qué absurdo! ¿Cuál es entonces la gracia de ser santa? Jamás lograré el reconocimiento si sigo perdiendo mi tiempo con esta gente pobre y anónima que no le importa a nadie. Una elegida como yo debe estar para cosas mayores.
-Pero eso no lo puede decidir usted, Srta. Agustina...
-¿Cómo que no puedo? ¿Acaso no fui designada por el mismísimo Señor?...
La otra calló, perpleja.
-Ser santa no es ayudar a los demás, Tiburciana; eso hay que dejárselo a las instituciones benéficas. Ser santa es tener imágenes en las iglesias, que la gente te prenda velas, que te atribuyan milagros, que hagan procesiones con tu figura en andas. Es ser venerada, ser colocada en un pedestal por sobre los demás mortales, ser destacada por todas las virtudes que se poseen ¡ser reconocida como la mejor!. Eso es ser santa, y es eso lo que Dios quiere para mi. Me lo dijo mientras dormía, cuando me tomó la mano.
La criada escuchaba en silencio, cada vez más confundida con las palabras de su patrona. Se habría marchado, pero le temía demasiado a esos ojos saltones, a su voz aguda, a las manos agitadas.
-Así que no me digas que no puedo, Tiburciana. Yo ya soy una santa, no tengo que demostrárselo a nadie. Me corresponde un lugar al lado de todos esos otros santos populares, con vitrales en basílicas e imágenes en catedrales .
-Si usted lo dice...-murmuró la otra, cada vez más desconcertada.
-No lo digo yo, querida. Lo dice Dios. Y no querrás contrariarlo a Él, ¿verdad?.....
Ese Domingo, como de costumbre, las familias del acaudalado barrio Las Riberas asistían a misa de doce. Agustina María, quien no solía ir a los servicios religiosos, decidió quedarse una vez acabada la liturgia, para poder estar a solas en la iglesia. En su bolsillo llevaba una pequeña estatua de si misma, vestida con ropajes celestiales. Quería situarla junto a la imagen de los demás santos en el pasillo izquierdo.
Hizo el menor ruido posible, para no alertar a nadie, y ubicó la pequeña estatua en un rincón vacío. Se retiró llena de dicha, orgullosa del pequeño letrerito que rezaba bajo su imagen “Santa Agustina María Salaquet, Patrona de los Milagros”.
Al día siguiente acudió a primera hora a verificar si había alguien orándole a su figura. Para su decepción, la estatuilla estaba vacía, sin flores ni velas. Un poco más allá, la imagen de Santa Rita de Cássia, abogada de los imposibles, llena de fieles.
-Señoras, no le recen a esa Santa, la pobre ya debe estar colapsada. –le dijo a un par de ancianas- vean en cambio a esta otra, Santa Agustina María Salaquet, una figura moderna en ascenso. Todavía no es muy solicitada, como pueden ver, y por lo mismo está disponible para hacer milagros. Aprovechen ahora, que aún no es famosa, porque después van a tener que formar filas para pedirle algo. Se los digo yo, que sé de beatas y esas cosas.
-¿Y usted quien es mijita?-preguntó una de las señoras.
-Una devota fiel, nada más.
-Ah, yo no cambio a mi Santa Ritita. Se ha portado tan bien conmigo...
-Mal por usted. Apuesto a que no la va a cumplir ninguno de sus deseos – le reprochó molesta– se arrepentirá de no haberme hecho caso.
-Si fuera tan milagrosa habría gente agradeciéndole. Y yo no he oído de nadie que le rece a esa tal Agustina.
-Para que sepa, señora, Santa Agustina María Salaquet es la más milagrera del mundo! Y no me venga a pedir favores después porque no se lo voy a hacer ¿oyó?
Agustina se retiró, irritada, y se sentó frente a su imagen. Las ancianas se reían y cuchicheaban, lo que la indignaba aún más.
“Esta gente no se da cuenta que tiene a un santo en frente a no ser que haya alguien rezándole”...
Entonces, depositó un gran ramo, encendió tres velas, y se arrodilló ante su imagen. Algunos pasaban, miraban de reojo y seguían su camino. Convencida de que su estrategia estaba dando resultado, Agustina María decidió pasar largas horas ahí, arrodillada, haciendo campaña por su santidad.
Como no sabía rezar, se dedicó a mirar la figura que tenía adelante: una imagen dentro de una iglesia, una santa, con su nombre en una placa; Al rato ya ni siquiera recordaba que ella misma la había colocado en aquél lugar; solamente llamaba su atención la frase “Patrona de los milagros”. Si de veras era milagrera, tal vez podría ayudarla con sus intenciones...
En la Parroquia de Las Riberas, en el rincón más oscuro de la iglesia, hay una mujer que viene todos los días a rezarle a una pequeña figura que nadie conoce. Se mantiene de rodillas, con los ojos cerrados y las manos juntas. Los que se acercan pueden oír lo que murmura, una misma frase que repite una y otra vez:
“Santa Agustina María Salaquet, Patrona de los Milagros, tú que fuiste elegida por los cielos, te lo ruego, haz que el mundo me venere como lo que soy, haz una santa de mi”...
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