Galopa raudamente el gato sobre la cornisa. Sabe con su conciencia de gato y de animal traicionero que debe agilizar su tranco si quiere permanecer con vida. Las abejas se multiplican tras de sí. Y un enjambre de libélulas en celo se aproxima por el oeste para sumarse a esos aguijones con cara de Gordon Summer. Al felino se le cierran los caminos; la cornisa se hace más y más angosta a medida que se aproxima al final del edificio. En sus ojos de gemas se adivina el miedo, el temor verdadero de la muerte. Ve frente a sí el precipicio, el abismo gutural de su penúltima vida. Piensa que ya ha malgastado cinco en empresas inútiles. Recuerda, fugazmente, que su cuarta muerte se debió a una desatención: "debes mirar a ambos lados antes de cruzar la calle". Pero el gato, además de estúpido e ingrato es desobediente. Mamá, no menos imprudente conduciendo el camión de la basura, se encargó del resto. Ahora experimenta el arrepentimiento. Enseguida se da cuenta que es demasiado tarde para lágrimas (aún desconociendo qué diablos son las lágrimas) Debe concentrarse en lo realmente importante: salvarse. Repentinamente se detiene; está a un metro del precipicio; gira sobre sí mismo y se sienta sobre sus patas traseras. Con un gesto de incomprensible complacencia otea el camino recorrido. Ve que los insectos ya forman tres bandos: se ha sumado un cardumen de langostas egipcias que juegan a hacer acrobacias a la manera de los chinos; practican sus destrezas a no más de seis metros de donde él se detuvo. Instintivamente sus uñas crecen. Parpadea con irritable desasosiego, sus ojos van cambiando de color. Parecen de esmeralda o de jaspe. Intuye que detrás de sí hay algún árbol dónde arrojarse; imagina una continuación de la cornisa, barrunta la idea de que sus cuatro ágiles patas se metamorfoseen en alas. Infla el pecho y espera la arremetida los enemigos. Se confunden los sonidos de aleteos y alaridos: las abejas, las libélulas, las langostas y, sorpresivamente, una mariposa. Por la canaleta comienza a llegar hasta la cima una jauría de hormigas tailandesas. El gato no lo advierte, aunque se conmueve ante la presencia de aquella mariposa. Es como si ya la hubiera visto antes. Conocedor de su destino, lanza un ladrido estentóreo que sabe a llanto de ballenato huérfano. La turba de atacantes se paraliza instantánea e inesperadamente. Parecen haber recibido una señal divina. El gato, tunante, bribón, rufián, imbécil, se ufana de su conducta poderosa y se rasca la nariz y la trompa con sus garras filosas. Se lastima un ojo. Se marea, da dos vueltas y cae al vacío. Su último grito causa compasión en los agresores. Las abejas se retiran en orden sepulcral. Las libélulas inician su éxodo silencioso hacia el este. Las langostas, que abandonaron por un momento las acrobacias, forman una fila india en dirección hacia la embajada de Egipto. Las hormigas, con su metódica organización, empiezan a descender. La mariposa, que tiene la cara de Buda, se acerca silenciosa al cuerpo del gato. "Cuadrúpedo estúpido", le dice al oído antes de reptar con sus alas multicolores hasta el árbol a cuyos pies yace el gato, "hace más de doscientos años que te vengo siguiendo para avisarte que tu especie no tiene siete vidas, sino seis". Y sacándose el disfraz de mariposa, se fue caminando lánguidamente hacia el oeste, donde debía encontrarse con otros felinos que juzgaba merecedores de una vida eterna. Ocupó la primera fila en el recital que esa noche daba el Gato Barbieri.