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Desperté de un sueño, que si bien no fue aterrador tampoco fue muy agradable.
Pude saber su significado mucho después, cuando una tía muy querida me hizo el favor de estudiarlo. Me respondió de una manera bastante extraña; si bien yo le había pedido su interpretación vía telefónica, ella me contestó enviándome una carta en sobre cerrado a mi domicilio. Ansioso por saber la respuesta, rompí el sobre y leí violentamente las 4 hojas, escritas a tinta azul y por ambos lados, las cuales se resumían en una ultima frase que iba subrayada y que llevo a todas partes en mi billetera.

En el sueño me vi sentado en un gran palacio, lúgubre como los palacios góticos alemanes o daneses. Me sentí una especie de Hamlet buscando al espíritu de su padre por los oscuros rincones y salones. Llevaba en mis manos un pequeño libro, escrito a mano y en papel de pergamino. Olía a tinta fresca y tenía una tapa de cuero con el sello de algún reino escandinavo. El espacio que me rodeaba era bastante amplio pero contenido por un muro de proporciones bastante más grandes que las usuales, que a su vez contenía inmensos vitrales de diversos colores que representaban pasajes de los evangelios. Vi a Jesucristo predicando en el Monte y vi a Pedro negándolo 3 veces, vi a Magdalena arrodillada pidiendo el perdón y a Judas besando a su Maestro. Los contrafuertes se alzaban mas allá de donde mi vista podía llegar y muy difícilmente podían distinguirse las nervaduras que soportaban el techo. La pileta en la que me encontraba sentado era de granito y el chorro de agua rebalsaba en los diversos platos colocados a modo de escalera.

Absorto en el libro de empaste de cuero, escrito por algún fraile en sus momentos de ocio y reflexión, no noté la invasión del espacio que había ocurrido por aquella figura. Vestía un hermoso vestido dorado con encajes en oro y plata; su elegancia era solo digna de una reina. Sus hombros descubiertos, la blancura de su piel y el amarillo de sus cabellos, que le llegaban a la cintura, permanecían en completo equilibrio deslumbrando en el oscuro lugar. Todo lo contrario a mi atuendo; unos pantalones apretujados de color tierra, la camisa marrón y el chaleco negro denotaban mi ánimo. Era yo el que hacía juego con las baldosas de piedra y la pileta de bronce quemado. Ella se acercó sonriendo y apartó el libro de mis manos, levanté mi desganado cuerpo e hice una reverencia, la cual fue respondida inmediatamente, se sentó donde yo reposaba antes de la interrupción de mi lectura. No me senté junto a ella por pensar en nuestra diferencia de niveles socales, mas me acurruqué en sus piernas estando sentado en el suelo, muy cerca de sus zapatillas doradas. Esa misma imagen la vería dos días después, en casa de alguien en quien no vale la pena gastar tinta, pero no lo relacioné hasta recibir la carta en donde este sueño venía interpretado.

Ella rascaba mi cabeza y yo cantaba loas a santos y pedía perdón por muchas cosas. Ella me callaba soplando entre sus dientes y mirando sus verdes ojos quedaba en silencio, como si una fuerza extraña me silenciara desde mis entrañas.
Estaba a punto de dormirme en aquellas piernas, que bien pudieron haber sido mías en ese instante, cuando un griterío me hizo reaccionar. Los salones del palacio, más oscuros que de costumbre, se iluminaron poco a poco con el fuego que traían pobladores furibundos. La horda de campesinos, mal vestidos y malolientes, bajaba por la amplia escalera; iban prendiendo las antorchas que les diría el camino de regreso en el complicado laberinto de salones y corredores del lúgubre palacio.

El miedo se atrevió a esconderse en mí e intenté refugiarme en donde menos pensaba. Tomé de la mano a aquella princesa que me acompañaba y en un impulso de autoprotección nos arrojé a las aguas heladas de la pileta. Un grupo de campesinos irrumpió en el patio en donde nos encontrábamos y buscaron exhaustivamente hasta que la falta de aire nos hizo salir en busca de mas oxigeno. Los 5 hombres, vestidos con harapos, el cabello desordenado y sucio y los dientes podridos, nos apuntaban con tridentes y palos, picos y lanzas. Nos sacaron violentamente del agua y dos de ellos desaparecieron en la oscuridad junto con aquella mujer de cabellos dorados; su destino no lo sabía pero los tres que quedaron discutían el mío en voz alta. Me ataron las manos a la espalda; cuando levanté la mirada, observé con detenimiento uno de los vitrales en los cuales se veía el sermón del Monte, Jesús tenía la mano levantada a la altura de su cabeza a modo de bendición y un resplandor que provenía del exterior no iluminaba nada mas que aquel conjunto de vidrios de colores. Me empujaron, ayudados por el tridente y caminé, trataba desesperadamente de despertar y de evitar ver lo que me esperaba durmiendo pero había una fuerza extraña que no me dejaba abrir los ojos.

Me vi ingresando en un ambiente que bien podía ser confundido con Notre Dame de París, de no ser por la inmensa chimenea que ardía con cientos de leños en su interior y que estaba al lado derecho del ingreso y al izquierdo del altar. Una cruz de madera era uno de los pocos objetos que pude reconocer ya que me vi rodeado de imágenes en tamaño natural de personas con rostros pálidos y ojos fríos. Varias hileras de bancas ocupaban el amplio espacio de la nave central y en ellas vi seres humanos sentados en actitud pensativa. No pude reconocer a nadie porque ninguno levantó la mirada a pesar del barullo fácilmente reconocible y que provenía del exterior.

Nuevamente me hicieron avanzar hincándome la espalda con el tridente; al sentarme desataron mis amarras y el grupo de campesinos en su totalidad, invadía el deambulatorio y el corredor de la nave central de aquella oscura iglesia. De repente, mi corazón empezó a latir con mayor fuerza que nunca y era audible tanto para mis oídos como para el de los que me rodeaban. Giré mi cabeza hacia la derecha y el fuego de los leños en la chimenea se consumía rápidamente dejando tan solo un resplandor azul, el cual se intensificó hasta formar una flama del color del cielo.

Vi entre el fuego, una mirada dominante y sabia, dura pero amable. Recorrió el espacio y conforme observaba, el fuego devoraba lo que su mirada indicaba. Vi con temor como los cuerpos, de penitentes arrepentidos, se volvían cenizas; los campesinos fueron desapareciendo de a pocos en pequeñas explosiones que solo dejaban un ambiente con olor a miedo y sudor. Cuando la mirada se posó en mí, vi claramente como mi piel se volvía leprosa, con llagas que iban desapareciendo para dejar ver mis huesos amarillentos, que a su vez se consumían en un polvo blancuzco y formaba un montículo que se acomodaba a mis pies. Vi como las paredes se rajaban y un gran estruendo hizo que los muros cayeran sobre el polvo y las cenizas que quedaron a merced del viento. Mas yo seguía ahí y el cielo se volvía claro; me vi parado sobre los escombros de un palacio derruido, me vi desnudo, me vi en una calle transitada, la gente me empujaba por pasar y no me daba cuenta de mi desnudez. El ruido de los autos, el barullo de la gente, el smog, me hicieron volver en mí. Observé el cielo nuevamente, gris y una llovizna menuda caía sobre nuestras cabezas, di un paso y sentí el frío del cemento en mis pies, mas no le di importancia. Caminé entre la gente como si tuviera una especie de campo protector sin importarme nada.

Volteando mi mirada, vi en la acera de enfrente a una mujer, desnuda al igual que yo y con el mismo campo invisible alrededor de ella. La seguí por dos, tres, cuatro cuadras y giró en una esquina, corrí detrás de ella y la distinguí por la larga cabellera dorada en su espalda mas no por su desnudez, ya que esta había sido cubierta.

Nuevamente me vi y mi desnudez había desaparecido también, avancé hacia ella y la detuve antes de subirse a un bus. Tenía lagrimas en los ojos y al verme sonrió, saltó del estribo y cayó en mis brazos.

Me vi sentado en el suelo, al lado de una pileta de bronce quemado y sentía unas manos acariciando mi cabeza. Observé sus ojos verdes y callé, como si algo dentro de mí me dijera que callara. Pero había algo distinto, algo que no cuadraba. Sí, era eso; el cielo era azul. No era un espacio cerrado y la gente paseaba feliz por aquella plaza. Levanté la mirada y observé en lo alto del cielo, en una nube extraviada una imagen que había visto con anterioridad, solo que esta vez se presentaba como algo real, algo palpable: Jesús tenia la mano levantada a la altura de su cabeza a modo de bendición.

Texto agregado el 25-10-2006, y leído por 127 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
25-10-2006 me parece que la narracion viene cayendo lentamente, una solución podría ser acortarla un poquitin. madrobyo
25-10-2006 Es un texto muy interesante. Me gusta la forma tan peculiar que tienes de escribir :) ***** HadaPerversa
 
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