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Obsesión

Hace mucho que estoy aquí. Lo recuerdo bien, mi memoria no ha podido olvidar lo triste que fue dejar esa casa, y todavía mi cuerpo no se ha podido acostumbrar a él. No fue a primera vista, tardé en percatarme de su presencia. En ese entonces, enjaulado, en las alturas, como sigo estándolo ahora en mi “hogar”. La ciudad de la furia a mis pies, cada rincón supeditado a mi vista, subyugado a mi presencia omnipresente. Primero unos prados lustrosamente verdes, vacíos, solo pasto y pasto. Un plano más tarde los albores de la civilización dibujada con pueblos marginales, y en el final, encerrando la fotografía, la gran urbe desembocando en el mar.
Los detalles también parecían así de imprecisos vistos desde aquí. Él ahí sin mis ojos encima, quizás su admirable complejo de insignificancia no me permitía admirarlo. Esto sí que no lo sé, no puedo remontarme al preciso momento en que lo vi.
Él era lo que más me gustaba de mi ventana. Entre los prados verdes, esos lustrosamente verdes, insólitamente se para él ahí. Seguro.
Empezó pareciéndose a mis sueños, terminó apareciéndose en ellos. En medio de mis delirios nocturnos las cosas empezaron a ser más quietas, menos articuladas. Todos los personajes se hacían como pequeños y susurraban con el viento.
La primera vez no me asustó, más bien, y con un poco de vergüenza, me sedujo. Miraba sus hojas verdes, femeninas, me deleitaban con sus movimientos sinuosos, sus recovecos algo provocativos. Esos finísimos cabellos que parecían bailarle al viento, traviesos, como inocentes. Después me atrajeron sus brazos fuertes, varoniles. Con formas agresivas, abrazando a sus damas, patriarcales. Poderosos.
En cada sueño nuevo se dibujaba la pasión. Pronto, obsesionado con él, no podía dejarlo más. Lo contemplaba, lo sentía perfecto en su lugar. Ni en medio, ni en una esquina, ni en un punto que dividiera los prados. Ahí, como en ningún lugar, proyectaba su imagen dulce sobre mí.
Gozaba imaginando el rocío, esas coquetas gotitas de agua, acariciándolo. Incitándolo a la perversión. Viéndolo desnudo al sol, sin sonrojarse, brillando sin pudor. Estático, inmóvil, a pesar del otoño. Bajo la redonda luna, entregada, lista para él.
Poco a poco me arrastraba. Lentamente, siempre impredecible, mezclaba su sabia con mi sangre. Me llenaba la boca, delineaba mi rostro, sostenía mis piernas, sensual, silencioso.
Con paciencia comencé a callar. Apaciblemente mis dedos dejaron de moverse. Mi cuerpo comenzó a ser más quieto, menos articulado. Insensiblemente, anestesiado, como una pluma. Flotando. Sereno.
Extasiado, completo. Me di cuenta, por fin, en su final más apasionante. Había cambiado. Ahora, y por siempre, con infinitos como yo. Encantado. Era por fin solo, y nada menos, que uno más del pasto, de los pastos, de las lustrosas praderas verdes que deleitaba nuestro árbol.

Texto agregado el 28-01-2004, y leído por 160 visitantes. (0 votos)


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