Esa mañana el gusano abrió los ojos por primera vez. Quien estaba ante él era una rosa, rodeada de una corona verde. Se arrastró como pudo y mirándola a los ojos le dijo:
—Mamá.
La rosa, que no salía de su asombro, no encontraba cómo decirle que ella no era su mamá.
El gusano la abrazó por todo el radio de sus pétalos, musitando, qué linda eres. Así seré de grande como tú.
La rosa, timidamente le contestaba, "sí, hijo, serás como yo".
El tiempo pasó y la rosa iba deslustrando sus colores ya que el gusano se alimentaba de sus hojas. Luego lo hizo de sus retoños. Era asombroso, mientras más la destruía, ella más apreciaba al hambriento gusano. Poco antes de caer enferma, la rosa vio con tristeza que su hijo colgaba de una de sus ramas. Para esos días, Ella ya le llamaba tiernamente “hijo mío”, pues dentro, había crecido su instinto maternal. Lo miró y acariciándolo con sus pétalos.
—¡Estás enfermo!
Pasó horas mortificada por el dolor de no poder ayudarlo. A la mañana siguiente, —poco antes de su muerte—, la rosa escuchó la voz de él. “mamacita, mamacita, te quiero mucho” Ella abrió los ojos haciendo un esfuerzo supremo y encontró un ser alado, que batía sus alas de colores, dando a la tristeza de los pétalos un instante de arco iris.
—¡Mamá, mamá…!
—Hijo mío.
Cerró su vida, y tomando el viento de la mañana, sonrió satisfecha de haber vivido.
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