Mi real surreal
Recuerdo estar atado…
Y entonces vi salir esas afiladas dagas de tu boca, una de ellas se fue directo a mi conciencia, otras pasaron de largo, algunas me liberaron, pero la última, la más grande, se clavo justo ahí, en mi pecho…
Caí…
Corriste, por la ruta que marcaron mis lamentos, y de pronto ya no estabas, te habías hecho aire, te habías hecho ausente, como quien olvida alguna cosa de esas sin importancia, sin fundamento, y yo que había estado tan ilusionado me sumergía hoy lentamente en esa mañana, mañana cualquiera para los demás, pero tan única e irrepetible para mis esperanzas.
Una extraña sensación, amarga, que tenía en mi garganta, era lo único que aun me quedaba. De repente un chispazo, fuego era lo que envolvía la pieza. Aun no comprendo como logre saltar por la ventana y volar directamente a aquel refugio que cobijaba mis penas. Una vez ahí, no lo podía creer, era mi compadre, sí él, y no otro, mi yunta, el Juaco, inerte como los pesares de Septiembre, pálido, sin pulso y triste como la mañana en que te vi partir.
Entonces el Juaco, bien muerto que estaba, me dijo:
-“No te vayas, ni te quedes. Simplemente escapa”-. Quise en ese momento gritar, más mis heridas me lo impedían, era tanto el dolor que hubiese preferido estar nuevamente atado a la pared, para así no dar un solo paso, para así no poder existir…
Pasaba el otoño, y a lo lejos te volví a divisar, habías cambiado las dagas por ese extraño traje blanco, el brillo de tus negras perlas, mayúsculamente hermosas acompañadas por el viento que pasaba sobre tus cabellos azules de arrogancia, insolencia perfecta que maltrataba mi condición de ser humano acabado, quien derrochaba sus últimos intentos por una mediocre y funesta invitación a un lugar mejor, no como este, ni como ningún otro antes conocido, sino que diferente, sólo como en mis sueños existe, lleno de amores y nuevas expectativas, lleno de luces las que alumbrasen nuestros caminos.
También vi una irónica sonrisa en tu rostro, la cual me consagraste y forjaste hija de nuestro suplicio, era tal como esas sonrisas de ayer por la tarde, cuando si bien no todo era perfecto, algo era mejor, o como la primavera del año pasado en donde algo de afecto sentíamos aun el uno por el otro, como esos que se aman, como esos que son francos y sinceros frente a su corazón.
Y me mirabas, mirabas al Juaco, mientras yo no lograba encajar en tu tortuoso juego, astuto y sutil, pero escaso de aquella ligereza que tanto hacia falta. Al rato, el fuego, que con su inmenso calor sofocaba cada vez más mis sentidos, se había expandido hasta llegar al refugio de las penas, mis penas, el cual en cuestión de segundos sucumbió, no sé si por el fuego o por tu quemante presencia, luego, luego vino el fervor a envolver mi cuerpo, atraído quizás por tu inocente semblante, que de inocente no tenía más que la apariencia.
Intente extinguir las flamas, pero mis lágrimas no eran suficientes, pues las había gastado llorando por un amor del pasado, quizás por el tuyo, no estoy seguro ni quiero estarlo, y fue entonces cuando realmente comprendí el verdadero significado de la palabra desesperanza.
Y te alejaste otra vez, luego del golpe que ofreciste sin razón a mis margaritas…
Y el Juaco…
-¿y el Juaco?-
-¡No!, ¡No puede ser! -me dije.
Lo había consumido el fuego, sólo recuerdo que lo último que oí de su difunta boca fue un “voy y vuelvo”…
Nuevamente volviste, lo único que hice, o podía hacer, fue evitar tu mirada en el momento candente en que te volviste árbol, inmenso de verdes hojas, de grueso tronco al cual pude ver acudir cientos, no digo millones, de pájaros.
Mi cuerpo abatido, no daba más, y así me fui empobreciendo de espíritu, escaseaban las razones, no lograba percibir lo que el destino con tanto afecto tenía preparado para este hoy desesperanzado anciano de 21 años, que cada vez veía más oscuro y que poco a poco fue perdiendo la luz, y dormí, a los pies de aquel hermoso árbol que en verdad eras tú.
Viaje entonces por caminos de odio, vi y me alimente de angustia , esa de mis miedos, de soledad infinita y lacerante. Supe que estaba muerto y que si viví antes había sido gracias a ti, a la misma que hoy me tortura y me hace perder, perder…
Repentinamente me lleve una gran sorpresa, pues aquel árbol, o sea tú, era un tronco rancio y seco, dañado por esas que alguna vez fueron hermosas aves las que te destruían con rabia. La confusión se apodero mi, y fue en ese momento cuando mi propia pena me recordó las palabras del Juaco, aquel “simplemente escapa”, y fue lo que hice…
Huí entonces de todo lo que me recordase a ti, mi astuta verduga. De tanto escapar no me quedó más remedio que entrar por una puerta ensangrentada, luego me quite la vida.
Lo intente una, dos, tres, mil veces, pero todo fue en vano pues tú ya me habías matado recordé, fue esa vez que enterraste la afilada daga en mi pecho.
Lo último que recuerdo era que estaba atado a la pared, me pareció tan extraño. Tú entraste por la puerta…
Y entonces vi salir esas afiladas dagas de tu boca, pero algo, no sé que me llevo a esquivar la última de las filosas dagas la que casi encaja en mi corazón. Te asustaste enormemente, al ver que ya no podías hacerme daño alguno con tu insignificante presencia. Mire el suelo y recogí aquella daga, te tome muy violentamente por uno de tus débiles brazos, y te clave todo mi afilado amor en lo que hoy ya no era mío, tu corazón…
La sangre por montones, y tú que no regresas. Yo simplemente irreconocible, por que ahora y por primera vez era el vencedor…
Eso creí hasta que desde la ventana, que da hacia el bar pub de la esquina, el Juaco me grita:
-¡Imbécil!, ¿qué fue lo que no entendiste? ¡Te lo advertí!
Recogio el cadáver de la flaca y termino diciendo:
-¡Yo te lo había dicho, “voy y vuelvo”!.
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