La pereza sabatina se postra sobre mi ánimo, adormeciéndome. No sé qué hora es, tampoco tengo fuerzas para levantarme y mirar el despertador. Siempre debo colocarlo en el closet encima de los libros, es la única forma de levantarme. Oigo su tic-tac y como estoy sin lentes apenas puedo distinguir algo que se mueve dentro del reloj: es la gallina que picotea, indicando el ritmo de los segundos, sobre el paisaje bucólico donde se deslizan las manecillas. Aguzo el oído y se oye la ducha de una habitación del hotel. Una pareja. Pese a que la distancia entre el hotel y el edificio donde vivo es prudente, se oyen los retozos en el baño. No me sorprende porque otra veces se escuchan gemidos, los gemidos angustiantes de la cópula.
La calle donde vivo está erotizada. No la adornan jardines de tulipán, no hay plazas con esculturas griegas, tampoco hay una escuela de flamenco a la que asisten hermosas mujeres con cuerpos de conejas. No. Sin embargo, todo huele a sexo, algún transeúnte descuidado pensará que es una calle hostil porque no hay árboles y es poco acogedora. Algún transeúnte dije, y me equivoco. Todos los transeúntes que pasan por allí van acompañados, ¿por qué, es que acaso sólo pasan por allí hermanos siameses? No, la razón es otra: si van por allí es porque se dirigen al hotel, así que la calle también debe parecerles gozosa.
Frente al edificio donde vivo hay otro hotel. Salir al balcón es suficiente para respirar los densos efluvios del deseo. Nada logra opacar la atmósfera sexual, ni siquiera las señoras que se detienen en las esquinas a fisgonear, a imprimir en su memoria venenosa el rostro de quienes acuden a estos lugares.
Ignoro el sexo de quienes retozan en el baño del hotel. En estos cuchitriles no hacen caso del sexo de los clientes: Negocios son negocios. Así que acostado en mi cama me toca imaginar las posibles combinaciones de la pareja: Hombre y mujer, mujer y travesti , travesti y hombre, transexual y mujer, travesti y transexual... las enloquecidas combinaciones me hacen reír y eso me da fuerzas para levantarme. Tomo los lentes y me asomo desde la ventana de mi baño, que también da hacia el hotel.
Abro la ventana, meticuloso. Sin prisa, como si tuviera un escalpelo en las manos, con precisión quirúrgica, con pulso de cirujano. Un movimiento brusco al abrir los vidrios podría alertar a los bañistas y estropear mis intenciones... Esfuerzo inútil. La ventana del baño del hotel está cerrada y no hay nada que hacer (¿y si les pido que la abran?)
Me voy a la cama y me dejo caer, con una pirueta divertida. Hace unos días miré por la ventana, no la del baño sino la que está junto a mi cama, y vi una pareja copulando desaforadamente. La muchacha, una morena de muslos firmes, hermosa, se retorcía como una anguila epiléptica. No soy un voyeur. El voyeur tiene el alma predispuesta, está al acecho; yo sólo me asomé por la ventana y encontré, pura casualidad, aquello. Y tuve que mirar, la vista es muy inquieta. Permanecí indiferente, con la antigualla de la dignidad célibe.
Como ya tenía hambre, bajé a cenar. En el hotel que está al frente del edificio, y que sólo puedo ver desde el balcón, hay una fila de parejas esperando. Todos abrazados, mordiéndose, calentándose como perros hambrientos en celo.
Me detengo, fingiendo que busco mi reloj en el bolsillo y miro detenidamente hacia la antesala del otro hotel, el que tiene vista hacia mi habitación. También hay gente esperando, todos distribuidos irregularmente, no en parejas sino dispersos, lo que me hizo pensar que se trataba de una orgía planificada. De inmediato desecho esa idea, producto más de mi calenturienta cabeza que de otra cosa. Se miran entre sí con espontánea complicidad. Hay una aureola de tácita solidaridad fornicaria. Como si estuvieran condenados al patíbulo y aquella fuera su última noche en prisión.
De regreso, decido preguntar por los precios en el hotel. Es sólo un pretexto, esto me permitirá mirar con total impunidad a las personas que esperan. Inoportuno, entro como un moscardón, cruzo la antesala; le pregunto al tipo en la recepción:
-¿Qué precio tienen las habitaciones, señor?
Tuvo que bajarle el volumen al televisor y con un gesto de melancólica resignación me soltó:
-¿Qué?
Y yo, paciente, le vuelvo a preguntar por el precio de las habitaciones.
- Vea el cartel que está pegado ahí.
Claro, señor, y también a las mujeres que están aquí, pienso.
Y miro, miro descaradamente los rostros de las mujeres, cómo andan vestidas, calculo peso, estatura, tipo de voz, cómo ríen. Memorizo sus rostros, pero no imagino cómo se verán en determinadas posturas sexuales; para eso está la ventana de mi habitación. |