Cuando llegué, dormía en una cuna con su nombre escrito sobre un esparadrapo y rodeado de florecitas pintadas. Parecía tan dulce e indefensa, que un escalofrío me recorrió la espalda. Sólo tenía siete días.

- Hay que cambiarla, ¿has traído ropa?
- Sí, pero no sé si sabré ponérsela…
- No te preocupes que te ayudo. Primero una mano, después la otra, y tenemos metido el torso. Ahora sólo faltan las piernas y… ya está. Sábana, mantita y envolver para que no coja frío al salir. Es tan buena… No llora nunca… Le hace falta mucho cariño.

Antes de irnos hubo que hacerle la “prueba del talón”. Una gota de sangre para dejar constancia de que a pesar de todo, estaba en el mundo.

- Hanna, esto te va a doler un poco -le dijo el médico en un susurro- pero pronto pasará. Has de recordar que todos los hombres somos malos, digan lo que digan no te fíes de ninguno.

Las mamás presentes me miraban con complicidad, mientras le daban el biberón o el pecho a los recién nacidos. Entre ellas, yo era una más. Las enfermeras, sin embargo, lo hacían con lástima.

Por fin salimos, después de haber rellenado y firmado todos los papeles necesarios, y Hanna pudo ver el cielo y la luz del sol y el frío en la punta de su nariz. El chofer me abrió la puerta del coche y me ayudó a sentarme en el asiento de atrás. Mientras que ella asía con fuerza uno de mis dedos, yo le iba contando lo lindo que era el mundo y todas las cosas que iba a poder hacer en la vida.

No tardamos sino diez minutos en llegar a nuestro destino, el punto intermedio entre una mamá que no soportó esos genes y no la quiso ni conocer, y unos papás que no duermen por verla.