Los hombres llegaron a la mañana siguiente en que uno de ellos escribiera su muerte. Escuchaban un golpe quieto, algo arrastrado, lleno de clavos mesurados cerca del pecho. Tocaron para ver si alguien respondía. Uno, dos, seis, tres, cuatro veces, y sobre la hoja donde se encontraban escritos, salió una mujer y se puso a verlos.

Se fueron antes de publicar la muerte del primero: son dos monedas por cabeza, dijo, y al pagar la cuenta siguieron escuchando el golpe en el pecho. Al llegar a casa, mataron un marrano y no encontraron nada en su cuerpo. Uno se arrancó los ojos y se golpeó con un cegueta: no había sangre, pero el hombre se había enterrado en el cuello una cegueta.

La mujer se apresuró a tomar la pluma: uno de llos estaba por abrir el cuerpo del otro. Ella puso entre líneas la llegada al amanecer y la publicación de la muerte del segundo. Sospechaban algo sobre el ruido. Dos horas más tarde se daría ceunta que el marrano también tenía un trozo de arterias y venas. Más tarde la mujer que escribía iba a colocar un manguera para una cosa a la que le llamarían pulmones el cirujano que había al hombre de la cegueta. Ella siguió. Ninguno de los dos dejó de abrir al otro.