La verdad es que estábamos algo borrachos y cuando uno está algo borracho fácilmente se pierde en las sortijas de humos que tienden a enmarañarse todas juntas en el techo del bar, como un bien común. Así debimos perdernos unas seis veces hasta que de pronto Ángela dijo:
_ A mí me parece que los dragones blancos se abandonan en la forma elíptica de los ojos de las niñas. Se enroscan en sentido contrario a las agujas del reloj mientras esperan que caigan dentro de sus bucles niñitas de alambre.
Por un segundo enmudecimos, aunque nuestra petrificación fue breve porque a alguien se le ocurrió tocar el piano que permanecía siempre junto a la pared roja del fondo. No fue tanto lo que dijo como la disociación de ideas lo que me llevó a pensar que, efectivamente, ya habíamos bebido demasiado. Volví a mirar a Ángela y le descubrí entonces una mirada abierta, brillantísima.
_ ¿Qué dragones? _ pregunté, e instintivamente sacudí la pierna derecha. Las palabras me habían llegado con un curioso cosquilleo en las ingles.
No respondió, simplemente mantuvo la mirada frente a nosotros y tuve que volverle a repetir la pregunta.
_ Ángela, ¿qué dragones?
Ella siguió como si desde un principio la cosa hubiera ido sobre seres mitológicos. Creo que su vida no podría entenderse sino desde la perspectiva de los cuentos o la equidistancia de otros mundos.
_ Estoy segura de que los dragones buscan ojos lunares, preadolescentes, para que les enseñen burbujas antes de morir.
_ Ahora sí que me he perdido. ¿Los dragones mueren? _ soltó Daniel.
_ Claro que mueren. Pero mucho antes el hombre. Es breve, el dragón lo sabe y por eso quiere que las niñas flacas le cuenten lo de las burbujas. El secreto de las burbujas sólo puede contarse a bestias enamoradizas. En su defecto a sapos o ranas, aunque ellas no son lo mismo, ni mucho menos.
Definitivamente volvimos a quedarnos callados. No se me ocurrió otra cosa que sonreírle a la copa, qué estupidez. Me temo que excepto ella,
todos habíamos crecido demasiado deprisa. Ahora comprendo lo sola que debió sentirse acomodada en la mesa de aquel bar, con las piernas delgadas muy juntas.
_ ¿Y cuál es ese secreto? _ la pregunta me vino dada mientras estigmatizaba los ángulos de las servilletas.
Ángela se me quedó mirando como si la respuesta fuera del todo obvia, pero olvidó que yo no era una bestia enamoradiza, ni sapo, ni rana.
_ Las burbujas salen del suelo cada vez que llueve. Estadísticamente estamos rodeados de pompas cuando cae un chaparrón _ y trazó un pequeño círculo en el aire que por alguna extraña razón me recordó a la boca abierta de las carpas.
Daniel se echó a reír, así de simple. Qué sabrá él.
Fuimos bajando por la Gran Vía en dirección a Cibeles. Pegada a mi izquierda Ángela excluía la posibilidad de cualquier otro mundo abrazándose a sí misma, no sé si por orgullo o convicción. O frío. Creo que una mezcla de las dos últimas. La encontré cansada y por empatía de pronto sentí el peso de una madurez que me venía grande. Todo permanecía en silencio. Incluso los semáforos.
_ La realidad terrible es que el dragón blanco no quiere saber nada de burbujas para que sus niñas no mueran después. Sin embargo finge y llena sus bucles de pompas y huesos _ dijo lentamente, lo cuál yo interpreté como una confidencia.
No sabría describir la profunda melancolía de sus ojos.
Comenzó a llover y un gato corrió a esconderse bajo un contenedor de basuras. No sé, me pareció que Madrid no era el lugar idóneo que creía.
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