Lo cierto era que la expresión de sus ojos y sus doce años no intentaban disimular la curiosidad que le producía ver a aquel repollo que yacía entre sus piernas. Estaba sola, sentada sobre el inodoro y con sus dos extremidades inferiores abiertas. Era la primera vez que se inspeccionaba, y lo hacía de una forma tan minuciosa y rodeada de tanto silencio, que el ritual se asemejaba tanto a la forma con la cual un doctor practica una autopsia, que a la dulzura con la cual una niña se palpa los genitales. Con la yema de sus dedos bordeaba sus húmedos y pegajosos labios, su mano derecha sostenía un pequeño espejo con borde plástico a través del cual se observaba. A ratos introducía su mínimo dedo meñique dentro de aquel hueco oscuro que exhalaba un olor a nalga y a sudor. Se preguntaba cómo era posible que un músculo alargado y fibroso pudiese adentrarse en aquel minúsculo agujero, y lo mas extraño, que ello produjera placer.
Cada noche repasaba casi de memoria las caricias y el método que utilizaría para amarla, cada paso y cada minuto estaba ya calculado. Cada gemido, cada palabra sutil estaba ya flotando en su inagotable imaginación de hombre con barba. Como un libro incorregible, como una Biblia perfecta. Cuando se encontraba con ella no era necesario cerrar los ojos para imaginarla en sus sueños, pensaba en la mejor forma de seducirla para luego hacerle el amor tierno y desenfrenado. Fingía escucharla mientras contenía las irresistibles ganas persistentes de su animal vivo, que exigía arrancarle la camisa sucia, morder sus botones baratos, amasar su escaso abdomen, exprimir la miel de sus senos, lamer su femineidad, cabalgar su cuerpo, beber el sudor cobijado en su silueta.
Aquel día quedaron de encontrarse a las 5:00 de la tarde en la playa, era un tibio día sábado. Él la invitó a comer un helado de frutilla, ella aceptó. Estuvieron riéndose todo el día y persiguiéndose como niños. Llenándose de arena y complicidad, puesto que mientras conversaban de nada verdaderamente importante, se creó un juego implícito, ella rozaba suavemente su rodilla contra la pierna de él y éste le respondía con una breve sonrisa y una nueva caricia, ninguno de los dos mencionaba el sentimiento de escalofrío que los recorría, pero ambos sabían que el otro se estremecía al sentir el cuerpo ajeno. Y así sucesivamente fueron rozándose los dedos tibios, las manos temblorosas y los pies fríos sin decir nada. Hasta que cayó la madrugada y sin saber cómo se encontraron sin nadie alrededor, como si el universo completo se hubiese puesto de acuerdo para escapar de ese pedazo de tierra. Y así sucesivamente fueron rozándose las lenguas mojadas, los brazos con sus bellos y los pechos luminosos. Y sin darse cuenta el juego dejó de ser juego y ella se dejó desligar de su candidez con brusquedad. Las manos de él se volvieron pesadas y duras, sus movimientos eran bruscos y humillantes. Se sintió violada. Ni una sola palabra pudo salir de su boca, se dejó llevar por aquel cuerpo velludo como un maniquí estático y solo balbuceaba de vez en cuando tímidas lágrimas que alumbraban sus pálidas mejillas.
Cuando el joven terminó de derramar su masculinidad se dejó caer y comenzó a dormir sonriendo, ella a su lado, atrapada por un abrazo se veía impedida de escapar. Volteo la cara y comenzó a vomitar helado de frutilla.
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