SUCEDIÓ EN DELFOS
La blanca neblina de los incensarios tamizaba la primera luz de la mañana que, tímidamente, atravesaba los ventanales de alabastro en la cúpula.
En el templo de Delfos, dedicado al dios Apolo, las vestales, reunidas en círculo bajo la luz, entonaban cantos de alabanza a su dios.
Algunas cerraban los ojos como si de ese modo su oración cantada fuese más directa a los oídos de su señor, otras distraían sus miradas entre las volutas de incienso y las más se miraban unas a otras para comprobar que su indumentaria de tejidos semitransparentes estaba tan bien colocada sobre su cuerpo como la de las demás, combinando la presión de los círculos de collares de perlas que ceñían sus rotundas redondeces.
La pequeña isla brillaba de colores vegetales como una gema sobre el manto marino.
La primavera respiraba por entre la campiña florida, mientras los últimos jirones de niebla trataban de soltarse de los árboles buscando el cielo.
Corriendo descalzas sobre la hierba húmeda, las adolescentes vestales chillaban y reían persiguiéndose, escondiéndose detrás de los viejos troncos, tras los arbustos o alguna roca de las que se desprendieron, quién sabe cuando, desde la cumbre envuelta en algodón.
Elena escapó a la mirada de su perseguidora tras unos troncos caídos. Sintió sed y bajó unos metros hasta las transparentes aguas de un arroyuelo próximo. Estaba bebiendo con las palmas de las manos, cuando, unos pies blanquísimos, flotando sobre las ondas del agua, atrajeron su atención. Miró hacia arriba y quedó atónita al ver los rosados cuerpos de varias ninfas rodeándola divertidas.
Con risas y guiños cómplices le insinuaron que les siguiese. Ella, divertida, corrió tras las de los cabellos adornados con ramitas floridas, hasta un lugar en el bosque donde la hierba era especialmente alta y mullida. Le hicieron sentarse y, como en un juego, le taparon los ojos con un trozo de su propio vestido.
Sonreía, inquieta por conocer sus juguetonas intenciones. Las ninfas hicieron corro a su alrededor y entonaron una suave canción sin consonantes que semejaba el silbido del viento entre las ramas de los olivos. Aquello adormeció a la vestal que no se apercibió de la proximidad de un sátiro.
El fauno susurró en su oído unas palabras ininteligibles semejantes al sonido de una tormenta lejana. Elena quiso quitarse la tela que impedía su visión, pero antes de que pudiese hacerlo, su boca quedó sellada con un beso prolongado.
La femenina mano se posó sobre los ensortijados cabellos antes de llegar a sus ojos, allí quedó dormida, las sensaciones que despertaron aquel beso en su interior la paralizaron.
El de las patas de macho cabrío continuó besando y acariciando a Elena y pronto despertó en ella un volcán en su pecho que exhalaba suspiros por la boca.
Se miraban con picardía la ninfas, estaban a punto de conseguir su propósito. Por fin el sátiro lujurioso que tanto las perseguía, al conseguir los favores carnales de aquella virgen celeste, no querría volver a molestarlas.
Las expertas manos del fauno pulsaban los trastes y la joven laúd desgranaba melodías nuevas jamás concebidas por ella.
Las gasas sustraídas pusieron a la luz su carne trémula.
El libidinoso sátiro comía a placer y se encendía hasta adquirir su tez un tinte rojo.
La dulce vestal ya no extrañaba en su piel las crines del macho, su cuerpo entero, enardecido por la pasión, ondeaba.
Callaron las ninfas un silencio espeso.
Paró el viento, silenciando a los árboles y, de entre las nubes del cielo, una voz atronó en el bosque:
-- “Soy Apolo... Abandona a mi vestal, inmundo sátiro... Has osado violar a una de mis hijas, instrumento de mi comunicación con los mortales... Tu pecado tiene su penitencia... Tu retorcida alma, subyugada por la carne, dormirá durante siglos en el tronco leñoso y angustiado de este olivo...” – Dijo soplando violento en su copa para señalarlo.
Se arrancó Elena la venda que cubrió su rostro y a nadie vio.
Instintivamente cubrió el cuerpo con sus tules.
A lo lejos se oían las voces de sus compañeras.
Pensó.- “Me he quedado dormida”
Para ti, Neus.
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