Fui a comer algo especial, aquella noche sabía que no era cualquiera y que tendría que celebrar. En una mesa del barrio Brasil comimos un plato afrodisíaco, pero la pena de mi acompañante, la tenía pensando en otra cosa, es decir, en otra. La verdad es que luego de una pequeña conversación supe que su problema no era su ex, sino que la mujer que ahora le acompañaba. “Iré a matarla” dijo con un tono soberbio, como si se tratase de una reina que reclama alguna de sus pertenencias soberanas.
Con lágrimas sobre su rostro comenzó a despedirse, repitiendo una y otra vez, “voy a matarla… esa perra me las pagará”, el ánimo era tan enfermizo que ninguna de mis palabras podría detenerla en su destino. “Me destrozó el alma”, esa era la explicación de mi compañera afrodisíaca que sólo pedía revancha, venganza por su amor perdido, herido.
Ella consiguió el número telefónico de la mujer que deseaba sepultar en el patio trasero de su casa, la llamó y consiguió parase a las afueras del hogar de la mujer que destrozó su alma, y trasformó en la de una vengadora.
Luego de llorarle sus tristezas y lamentos, esta vengadora se hizo la idea de aniquilar a su enemiga, que por esos minutos solo consolaba a esa mujer que también había vivido el engaño de un hombre. Ambas dispusieron entenderse entre ellas y dejar de lado la experiencia con el Don Juan de turno. Y así fue, ellas fueron más allá y luego de un par de copas, incurrieron en lo que ellas ahora llaman el amor del bueno.
Dos cuerpos que se retorcían hasta la saciedad, que tocaban sus entornos de modo tan suave que sólo parecía que se rozaban el aura de sus espíritus, con la punta de los dedos, con el tacto como cómplice.
La metralleta era eléctrica y estaba bajo la cama de una de ellas. Como por arte de magia apareció en las manos que derrochaban experiencia, y enchufó el artefacto. “Igual vas a morir” le dijo, en un tono sarcástico siguió su acto con una sonrisa enchapada en su rostro. Feliz, llena de alegría por compartir la delicada atracción de su compañera de balas.
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