Me pregunté de repente, en medio de los invitados, si encontraría alguna vez lo que consiste en nada. Lo que es poco, porque de algún modo también lo es todo. Un sillón, el no mirar, la cabeza en otro lado, la ventana, una lámpara, tiempo y silencio, el acá igual que allá, pero acá, en la realidad y no en la pregunta, peor. Con Betina yendo y viniendo de un lado al otro, innecesariamente, como enchufada.
No compraste esto.
Te olvidaste de llamar a.
Trajiste lo que.
Todo menos escuchando.
Lo imprevisto de Gustavo, llegando con una mujer desconocida, la sonrisa, el buenas noches, Betina con bandeja, cerveza y vino, Horacio en la parrilla con la leña y el carbón húmedos que yo mismo había comprado así, para que todo se fuera al diablo de una buena vez, todo.
En todos lados la gente.
La casa llenándose.
En el patio Horacio, esforzándose con distintas técnicas para hacer que la leña o el carbón agarrasen. Dos o tres veces me miró. Estaría preguntándose si el horno andaba bien.
-“¡Timbre!” –gritó Betina una vez más.
Me metí en la oscuridad del living; a refilón de la luz que venía de la cocina, se veía flotar la bruma del incienso. Soporífera y dulzona. Recién allí fue que lo noté. El aire estaba muy cargado. Desde la tarde había estado encendiéndolo.
Abrí. Afuera estaban Ignacio y su mujer, asomando entre el marco y la puerta. También había una pareja y un tipo solo. De casualidad habían llegado todos juntos. De repente lo contaron, como indispensable. Les parecería terriblemente curioso.
Encendí un cigarrillo después, por ver si acomodaba un poco la ansiedad. Fue inútil: el incienso era una idea que recurría a mí constantemente. Como un bicho que me picaba el seso, una y otra vez. Yo trataba de no pensar en eso, repitiéndome varias veces que todo estaba bien. Aún así, no lograba calmarme.
En las habitaciones cambié dos o tres vasijas. Lo mismo en el pasillo y en la escalera del entrepiso. Encendí algunas vasijas más, para que el ambiente se cargara.
Salí regocijado. Pregunté qué faltaba. Cervezas y vasos, banquetas, vino, un cigarrillo.
Tocaron timbre de nuevo, (Poli, un amigo de verdad).
-Pasá y dame el pulóver, lo llevo al ropero; pensé que ya no venías.
-Se me hizo tarde y quise pasar por casa a bañarme. No habrá drama con tu mujer, ¿no?
-No, ni se fija. Todavía sigue cayendo gente.
De repente, ya todo podía ser Poli y una banqueta y vino y fumar. Pero volví a mi preocupación de la noche. Volví a la casa. El incienso había formado ya una densidad fantasmal. Abrí una hoja de la ventana y levanté la persiana, apenas. Subí las escaleras. Recorrí un instante el pasillo. Los cuartos. La última habitación, la de los chicos.
Y entonces cometí el error.
El incienso estaba muy concentrado ahí. Traté de abrir la claraboya. Como habitualmente no se abría, costó. Las bisagras cedieron ante mi insistencia y un cachetazo de aire helado me cruzó la cara, mezclado con olor a polvo y a óxido. A trasluz, el humo empezaba a escaparse por el ojo de buey en hebras grises.
Esa habitación permanecía cerrada siempre. Guardábamos la llave en uno de los sócalos, que estaba falseado.
Estiré la mano para alcanzar la luz cuando entré. Al encenderla, noté que Agustín estaba de costado, enfrentado a Milena. “Betina debe haberlo movido”, pensé. También Sofía, me dio la impresión, estaba distinta. Sentí los breves celos de la furia; no me gustaba que Betina se metiera tantas veces allí sin decírmelo. Ambos teníamos un acuerdo.
Toqué a Francisco. Le recorrí la frente, marchita como una pasa de uva. La sal no lo había perdonado tanto como a los otros. Era, además, el más pequeño. El olor allí era siempre persistente. Por más incienso que pusiéramos. Olor a muerte vieja.
Ni bien traspasé el umbral hacia el patio, noté a Poli, tan alejado de todo ese mundo, como una estatua que no puede dejar la maldición de no moverse. Ya desde arriba, la idea me venía estallando con cada golpe del corazón. Y no dudé. No me permití sojuzgar esa posible forma de absolución.
Fui hasta el garaje y corrí la lona que cubría el estante de las herramientas. Contra la pared, siempre guardaba uno o dos bidones de nafta. Los dejé un instante en el suelo y volví a la casa para buscar las llaves del frente. Regresé luego, por el patio, al garaje por los bidones. Salí por el portón, para que nadie me viera entrar a la casa con ellos. Entré por el living. Cerré y asalté las escaleras, pateando sin querer cinco o seis tinajas con incienso. Entré a la habitación y destapé un bidón. Rocié todo mientras se caían las disculpas y pasaban por mi mente Betina y mi amigo Poli, abajo solo. Con el segundo bidón desparramado en el suelo y las camas, pensé en el tiempo de la muerte y en el sueño, en los juguetes de plástico, los elefantes del empapelado bajo las aureolas húmedas y marrones del encierro, mientras buscaba el encendedor para prender el fuego, ya después se vería a cada invitado y cada vaso y bandeja.
-“Pero ahora el fuego, por favor. Más que nada eso”.
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