Estábamos ahí sentados desde hacía rato, cada uno mirando para el lado contrario, evitando cualquier cruce de miradas en ese querer y no querer comunicarse, en ese temor a lo desconocido encubierto por excusas mentirosas. Porque yo venía paseando por el parque, cuando lo vi de lejos y algo hizo que me sentara en el mismo banco de él, algo en mí, quizás el silencio largo que arrastraba por esa soledad sin esperanza, o fueron esos ojos, cuando me miró y que luego se desviaron, posándose en la niña de la fuente.
Pensaba que si él no se iba de allí, permaneciendo simplemente al igual que yo, sentía lo mismo, un desear, un tal vez, una soledad que compartir, pero que no se atrevía a tomar la iniciativa. Qué idea loca, me dije enseguida. Debe estar enredado en algún recuerdo amoroso, ni siquiera sabe que hay alguien cerca, sentada en el mismo escaño. Por un momento me atrapó la nostalgia de otros tiempos, de ésos en que me sentía segura de cierto encanto especial.
La gente pasaba frente a nosotros, apurados, atareados, nos miraban de reojo creyendo ver, de seguro, un matrimonio sumido en el aburrimiento. Sonreí por dentro. Sentí el impulso de hablarle, hacer una broma con lo que pensaba y reírnos, pero supe que la espontaneidad se me había ido. Observé la fuente, la escultura de la niña que parecía querer bailar como yo por dentro, entonces escuché su voz, ¿usted fuma? preguntó.
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