(Parte II)
Piedra Sin Nombre, un miserable personaje que vagabundeaba por la ciudad sin más aspiraciones que un vaso de vino para trasegar, yacía tendido en medio de la calle, cuando fue abordado por tres sombras siniestras que lo tomaron por asalto y lo metieron dentro de un automóvil.
El pobre hombre, atontado por la secuela de brindis de vino de dudosa calidad, abrió sus ojos y revolvió sus pupilas en señal de desorientación. Se encontraba en una habitación inmensa, con muy poco mobiliario. Intentó levantarse del camastro en que estaba tendido, pero se percató que estaba atado de pies y manos. Su voz aguardentosa reverberó en la enorme estancia, patética y desafinada. Piedra vestía con penosos harapos que no desentonaban en nada con su rostro abotagado y sus cabellos hirsutos. Era un tipo al cual no se le podía adivinar su edad ya que en su aspecto se debatían una juventud desperdiciada y una vejez invocada antes de tiempo.
Peter Ingenius, Peta Puliski Y Peyo Malsanus, los tres intrigantes científicos, contemplaban a Piedra Sin Nombre como si éste fuese un desmesurado conejillo de Indias. El pobre hombre les pidió que les explicaran que diantre pensaban hacer con él y en su nebulosa mente intuyó que los personajes aquellos nada bueno se traían entre manos. Puliski, en efecto, se aproximó a su camastro y acariciándole con sorna sus cabellos, le colocó un pañuelo embebido en éter sobre su enrojecida nariz. Piedra intentó defenderse de ese ataque a mansalva, pero, de inmediato, su cabeza pareció perder sustentación y cayó pesada sobre su hombro derecho. Los científicos aproximaron, entonces, un aparato de curiosa forma y lo adosaron al camastro.
Pedro Amadeus, como sagaz científico que era, había dejado pudrirse bajo el rayo de sol que se filtraba por un orificio de la ventana, una docena de puriflores, fruta que, al momento de avinagrarse, tenía la propiedad de transformarse en un poderoso explosivo. Los malvados no habían tenido la precaución de no colocar dichos frutos en la cesta con alimentos. Con el jugo, depositado cuidadosamente en una botella, Pedro preparó una poderosa bomba incendiaria, la que, después de parapetarse tras la cubierta de la desvencijada mesa que había volcado, arrojó sobre la gruesa puerta. El estruendo dio paso a un boquerón por el cual, Pedro se coló para recuperar su libertad.
Piedra, entretanto, con sus ojos en blanco, ni se hubiera imaginado siquiera que la máquina aquella succionaba paso a paso su esencia de ser humano, la que se iba depositando en un envase oscuro. Los tres científicos se sobaban sus manos en avaricioso gesto. Pronto dispondrían del suculento botín y entonces sus vidas cambiarían de una plumada.
Cuando los malévolos personajes ingresaron al palacio del millonario Lamborgini, un enorme mastín les mostró sus colmillos, acaso adivinando su sórdida naturaleza. El criado les indicó el camino y los hombres, exultantes de dicha, caminaron detrás de él, avizorando la gloria.
Pedro Amadeus demoró muchas horas en encontrar el camino a casa. La abandonada vivienda, en la que lo encarcelaron los temibles científicos, se encontraba demasiado lejos de la ciudad y sin carretera alguna por la que transitaran vehículos. Cuando estaba a punto de desfallecer, vio a lo lejos una pequeña carreta. Quiso gritar pero su garganta estaba seca y no pudo emitir ningún sonido. Sintió que ya nada más podía hacer y antes de desplomarse en el piso, producto del cansancio, vio como la carreta aquella se perdía en el horizonte.
Recostados, Lamborgini y Piedra Sin Nombre, uno al lado del otro, con la extraña maquinaria entre ambos, los científicos se disponían a accionar el aparato para extraerle el pensamiento al millonario y embutirle -por decirle de algún modo- en su cerebro, la mente del pordiosero, quien ahora era un hombre en blanco, ni siquiera inconsciente, ni muerto ni vivo, más bien, un ser al que se le había despojado su esencia de ser humano y que ahora aguardaba que se le restituyera lo que le pertenecía por derecho propio...
(Continúa)
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