poema que quizo ser cuento
Caminó al lado de la anciana dos cuadras más. A primera vista ella no parecía su madre pero él trató de aperfilar la nariz como un cóndor, para luego erguido ensuciar sus zapatos hasta propiciar que el color de su chompa se perdiese entre la gente que caminaba de un sentido a otro en la Plaza Mayor. Cuando llegaron a la esquina, ya parecía su hijo, o al menos su sobrino. Tomó un cigarrillo de la cajita de cartón que la anciana llevaba colgada del cuello, se agachó y le dio un beso mientras de la manga de la chompa una moneda de cinco caía en brillo, entre frunas y chicles, deslizándose precipitada pero silenciosamente al fondo hasta quedar asomada justo debajo de las golosinas. La anciana reconoció la moneda al instante y simplemente sin rechitar lo miró de paso como despidiéndose, sin decirle ni siquiera gracias.
Las luces se habían encendido hacía media hora y todo era suavemente gris entre la llovizna. “Puta, que frío!”, susurró entre dientes siempre cabizbajo. Antes de ir al encuentro de su objetivo decidió sentir el silencio de la ciudad completamente solo, perderse entre miles de ruidos ensordecedores y en medio de cientos de personas. Buscó en sus bolsillos sin encontrar un cobre partido en cuatro. “Aquella maldita puta, qué manera de cagarse la vida” nuevamente entre dientes pero más alto acelerando el paso. Dirigió su mirada como queriendo atravesar a la gente y ver hasta el final de la vereda, luego pasó sobre las cabezas y como una bala perdida extendió su hilo de acero de extremo a extremo de la Plaza, iba y regresaba, la cruzaba oblicua hasta el otro extremo, asomando los ojos y las sienes por los arcos de la Municipalidad, midiendo la velocidad de los autos en la curva, cuando entraban al Jirón de la Unión. “Tiene que ser un taxi amarillo”pensó “Que inmensa burla de mierda la de esa puta maldita y yo más estúpido y sabiéndolo, como los más cojudos”. Dio varias vueltas más mientras respiraba el aire frío a borbotones robándole el aliento a la lluvia en plena primavera.”Cuando uno está allí -se dijo- ya no hay más remedio que quedarse aún sin saber dónde ni en qué momento, después de todo comenzando por mi mismo, hasta los condones me han traicionado”. La anciana lo reconoció mientras él aceleraba el paso por Ocoña y cursaba hacia los arcos “Qué pasa gringo -le dijo- si quieres te regalo otro cigarro, sólo queda Premier, el Hamilton se acaba rápido porque no hace daño”. La miró fijamente, hasta la profundidad de sus mediecitas raídas “Gracias mamita” -se despidió- mientras saltaba certero sobre un taxi amarillo que daba la curva embalado dejo de sentir todo el sufrimiento y la desesperación tan sólo en ése instante, en medio de un golpe fuertísimo, certero, seco y distante. (Dedicado a las víctimas del SIDA))
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