Estaban en el alféizar de la ventana, implorando lo que ya no podía darles. Boca arriba, con las patas rígidas y las garras atrapando la nada. Así los encontré. Si hubiera subido antes la persiana, se habría renovado el aire caliente, pero había llegado tarde y el espacio fue cámara mortuoria. Cómo se quedaron atrapados entre el cristal y las maderas, era un misterio. Los miré como suelo mirar un cuerpo hueco, con algo de estupor y espanto. “Cuando puedas, los retiras”, le pedí a mi marido. Él cogió la manguera, abrió el grifo y los barrió con un chorro de agua.
Entré en el baño con una bolita amarga en la punta de la lengua. El regreso a lo cotidiano había arrancado con una paletada de alquitrán. Me senté en el taburete, un pie en el borde del lavabo, enchufé la Epilady y la subí desde el empeine hasta la rodilla, arrastrando con un cosquilleo, un caminito de pelos. Hacía calor. Mucho calor. Sin embargo, aquellos pájaros sin jugo, cuyas puntas aladas se deshicieron con el primer golpe de luz como vampiros sorprendidos en sueño, me habían tocado con el frío de la muerte. La melancolía iba ganando terreno, subiendo desde el estómago hacia la laringe, cuando sonó el móvil. Al otro lado, la alegría hizo retroceder hasta el intestino el ataque de tristeza. “¡Tía, que es una niña!” Y una voz con un punto ronco de emoción, fue recorriendo al detalle los milímetros de ese cuerpo rastreado en una pantalla: piernas, brazos, pies, manos y un corazón latiendo firme, sin fisuras. Conforme ella iba describiendo cada trocito de su futura hija, la niña cogía huesos, carne y piel, cubiertos por una tela rayada de arco iris, frente a mi mirada. Cuando se hizo el silencio, dejé la depilación para otro día, me puse una falda, una camiseta y unas sandalias, y con el bolso colgando del hombro, fui a comprar ese vestido de colores que arroparía una nueva vida. |