Cien tazas de café
Una taza de café puede darnos la cafeína necesaria para sobrevivir una o dos horas más al insoportable estado de sueño que a veces se alcanza. Darío lo sabía desde que lo había probado por primera vez, vez que recuerda hasta el día de hoy. Tenía 9 años, y en una de esas reuniones familiares, donde los anfitriones sacan a relucir sus tacitas de porcelana del tamaño de un dedal, probó el extraño elixir que combinaba la amargura de los granos con la dulzura del azúcar. Quedó extasiado, pero existía un obstáculo muy grande que prometía impedir a Darío de volver a probar la deliciosa infusión por varios años: - Esto es para los grandes -. Solían decir sus mayores ante la desesperación de Darío por volver a dar un sorbo.
Darío nunca dejaba de preguntarse porque le vedaban el consumo de café, no contenía alcohol, ni estupefacientes, ¿Por qué, entonces? Lo descubrió una madrugada, que a hurtadillas, mientras todos dormían se dirigió a la cocina, tomó un banquito y arrebató un frasco de café de la alacena.
Darío estaba por vivir una de las osadías más grandes de su infancia, por eso quiso que todo estuviera en orden, colocando cada cosa en su lugar, posicionando la taza y la cucharita simétricamente perfectas. Calentó agua, preparó el brebaje, e inmutado contempló como el agua incolora se teñía de colores cobrizos y algarrobados, mientras una aureola de espuma rodeaba la perfecta esfera negra. Se acercó a la taza, inhaló potentemente el vapor, y dio el primer sorbo. Sus ojos se pusieron blancos, hecho la cabeza hacia atrás, y en un estado de exaltación comenzó a beber apasionadamente. Fueron una, dos, tres, cuatro, cinco, cien tazas de café. Los frascos contenedores, se encontraban desparramados por toda la cocina, vacíos.
A los pocos minutos la cafeína comenzó a hacer efecto. Y después de esa noche, Darío nunca más volvió a dormir. Y entendió por fin, porque era “para grandes”.
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