Paradojas de la vida. Pietro Lamborgini era un millonario aburrido de atesorar riquezas y como nada le provocaba ya el impacto de la novedad, pensó que era necesario hacer algo con su anodina existencia. Y así, mientras revisaba los compartimientos del lujoso yate que acababa de comprar, pensó que sería buena idea convocar a los más brillantes científicos para que inventaran un aparato con el cual pudiera trasladar su mente al cuerpo de cualquier persona, acaso la más miserable, para experimentar aunque fuese una sola vez lo que significaba sufrir los rigores de la miseria y las secuelas de una vida sin comodidades.
Como lo único que tenía que hacer era chasquear sus dedos para que sus deseos fuesen satisfechos, cuatro importantes hombres de ciencias se abocaron a la tarea de fabricar una maquinaria que les permitiera realizar la transposición requerida por el poderoso millonario.
Peter Ingenius, el más reticente de los científicos, aducía que a ese hombre había que sacarle un par de neuronas de su metalizado cerebro y trocarlas por un par de neuronas de roedor. Entonces, Lamborgini sería por fin una completa rata. Los demás científicos movían su cabeza en señal de desconcierto. No era bueno bromear con un experimento que a la larga podría proporcionarles una veta inexplorada. Pedro Amadeus, el más serio de los cuatro científicos, nada comentaba y continuaba imbuido en sus investigaciones. Mientras el resto divagaba, él se encaminaba con pasos seguros hacia una solución tangible que, de acuerdo a sus propios cálculos, satisfaría en breve plazo el excéntrico deseo del millonario.
Como Lamborgini había dictaminado que se llevaría el premio el primero que arribara con lo pedido, los demás científicos se coludieron para evitar a toda costa que Pedro Amadeus lograra su objetivo y de acuerdo a sus siniestros planes, comenzaron a esconderle sus materiales, cambiar las cifras de sus anotaciones y por último, cuando se percataron abismados que el problema estaba casi resuelto, idearon algo radical: hacer prisionero a Pedro Amadeus y haciendo uso de sus escritos, continuar ellos con el experimento. Por lo tanto, una tarde en que el desprevenido científico tamborileaba sus dedos sobre la mesa, un tic suyo muy notorio, sus cobardes colegas lo tomaron en vilo, lo subieron a un automóvil y lo fueron a dejar a una casa abandonada que se encontraba a gran distancia. Allí le dispusieron los pertrechos necesarios para que se alimentara durante un mes, tiempo suficiente para darle los toques finales al experimento y así, cobrar el suculento premio.
Encerrado bajo siete llaves, Pedro Amadeus tamborileaba sus dedos sobre una desgastada mesa mientras buscaba la manera de liberarse para desenmascarar a los impostores…
(Continúa)
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