La satírica vida del querer ser todo menos la imagen que me devuelve el espejo; el impasible futuro que todo lo espera; la versátil memoria del pasado que vuelve en cada error... y otra vez el no... como un eco constante y malicioso que me dice una y mil veces que eso no se parece a un camino.
No recuerdo cuando fue la primera vez que me perdí, aunque para entonces comencé a darme cuenta que una minúscula parte de mí ya no me acompañaba; la batalla contra mi propia fuerza había anticipado la derrota (esa que vendría en años), con la resignada certeza de saber que te vas muriendo cada día, lastimera e imperceptiblemente, casi sin notarlo.
Nuevamente la memoria precisa, que se hunde: siempre se recuerda la caída, lenta y mortal, cuando el abismo deja de ser un miedo, para convertirse en tu próxima puerta.
Y estoy sola, con el inmenso silencio de viejas luchas, con cada uno de mis marcas que me recuerda un fin, y con los rostros de mil manos que no alcanzaron para sostenerme.
La esperanza se fuga, rauda, con el siguiente paso, cuando descubrís que todo, absolutamente todo, cabe en un puño.
Y golpeo al vacío... gritos... y otra vez el eco que desafío en escapes, para sumir al dolor de reconocer que hoy ningún lugar me pertenece.
Mi pérfida vida, como un patíbulo de sueños nonatos, que mueren en cada intento, y el desvelo de siglos, de oscuridades eternas, que nunca alcanzan para crearlos nuevamente.
Y ese maldito desfiladero por donde no pasa la luz, ni siquiera un reflejo que me demuestre que más allá aún hay personas que se encienden. |