En este instante de muerte secularizada, por las mentiras que pesan en la existencia de ser menos que la pelusa de una alfombra; me encuentro fría, inerte, moribunda, con aquella melancólica creencia de sentir que llega, con presencia de sombra o de amarga soledad, el abismal infierno.
Mi sueño de hombre se dibuja en el cruento camino de su propia ignorancia, donde la vida, arraigada en estúpidos sentimientos, es sólo el proyecto inocuo de lo que siempre aspiro tener.
Y me descubro, frente al espejo: no soy más que un muñeco de esta patética historia de ensueños y ardides, como la marioneta dominada del ciego y el mudo, padeciendo la miseria y la bronca encauzada, oprimida del que empieza al revés.
Soy la cruda representación del inocente niño, que mira absorto el movimiento del sol; la figura superflua del ser humano en su estado de estupor y decadencia; soy el fracaso escrito de un poeta mediocre, o el garabato de un pequeño malhumorado, en esos días de lluvia.
Pero podría mostrarme, ese mismo espejo, la musa desnuda del hombre amado que reluce al cuerpo del amante que despliega sus alas, en un orgasmo de luchas y sudor, y crea en mi, entre tantos actos que se contradicen con mis mentiras.
Entonces no sería nada más que yo, el constante simulacro de la vida, la dormida esperanza o mi asiduo engaño en los supuestos del querer ser. Creería en las posibles muertes, sin llegar al suicidio, me convertiría en el cuerpo desertor de la certeza, y dormiría entre el olvido de existir y las sepulturas de mis propios intentos. |