A un metro bajo las piedras al lado de un camino
El perro corrió acechando la mañana fría de la pampa, olfateó indeciso entre el rocío del ichu los últimos resquicios de pasto seco, mientras su respiración se condensaba y tomaba el aspecto de un dragón ahogado pero canino. Hurgó debajo de las piedras y entre alaridos desesperados rascó con las patas, con el hocico, las orejas levantadas en señal de intriga. Al quitar las piedras el escuadrón halló un cadáver mutilado y maloliente, con dos balazos en el cráneo y gesto de desidia. “Seguro es un abigeo” gruñó indigesto el capitán desde su sitio, bien enfundado dentro de la doble tracción. “No creo, mi capitán, parece un campesino del otro valle”, cantó en tono parejo pero obediente el suboficial que había quitado una a una casi todas las piedras, hábilmente instruido por el perro de rescate.
De qué comunidad será este desgraciado - pensó el capitán - , la puta madre, ahora hay que buscar a su familia y registrarlo después de la autopsia. Mejor que lo manden a la fosa común, “Quítale todos los documentos y quémalos” - ordenó sin chitar- “Apúrense carajo”. “Parece tener más de dos meses aquí, mi capitán - gritó el suboficial-. Cómo es el frío, parece carne congelada, está casi intacto, pero apesta”.
Al lado del camino y sin registro, los hechos vitales que pueblan esta atmósfera de inconsistente destino, aparecen así, como los muertos de nadie. Como los hijos de nadie, como la convivencia de los adolescentes y el olvido. Lo levantaron, lo tiraron en la tolva de la doble tracción y por si acaso encadenaron al perro que no había probado bocado desde el día anterior.
Mientras se alejaban, algunas estrellas estremecieron con fulgor el final de la tarde, justo en el centro de la bóveda celeste del cielo de aquella pampa de nadie, mientras se abría paso y avanzaba inmensa la oscuridad de la noche.
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