Sus manos se movían con ligereza entre los pinceles y los tubos de óleo, no en vano servían a quien era su dueño, en esos menesteres, desde muchos años atrás.
Los ojos del pintor penetraban en el alma de las cosas y en su cuerpo, hasta hacerlas suyas. Sólo entonces adquirían esa vibración visual que las hacía admiradas y queridas.
Pintaba paisajes, flores, bodegones, marinas, retratos... En todos ellos la textura de unas pinceladas cargadas de materia del color bien mezclado, acercaba al alma del observador la impronta de la frescura, la transparencia, la unicidad del motivo... Había quien decía que podía escuchar a los lienzos hablar por medio de los trazos y la gama de colores empleada.
Aquella tarde las manos manifestaban un ligero temblor que desembocaba en pequeñas torpezas: se caía algún pincel al suelo, se manchaba los dedos de color, cosa muy extraña en él... Su cuerpo estaba tenso, no conseguía las mezclas a la primera, como casi siempre. Sudaba. Cierto que en el pequeño estudio, las dos estufas encendidas habían elevado bastante la temperatura, a eso había que añadir los focos que iluminaban a la modelo, desnuda frente a él.
Un pensamiento lo maniataba: “Tenía que haber empezado de más joven a pintar desnudos, ahora no separo fácilmente el oficio del instinto”
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