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El hombre subió sin esfuerzo la última loma de la quebrada y avistó a cien metros la simple choza de adobe y paja. Con paso firme, enrumbó hacia ella. A un costado del camino había un huerto de habas y un pequeño maizal donde una pareja semidesnuda retozaba jadeante entre las cañas. El hombre pasó de frente, sin percatarse de nada. Era blanco, grande, imperturbable: vestía poncho de lana y sombrero de jipijapa, y por las patillas y el bigote apretado de su rostro parecía un charro extraviado en las sierras del norte andino. Al llegar a la choza, empujó con fuerza la puerta de hojalata y entró con decisión.
Encontró a quien buscaba: un inválido achacoso, mutilado de sus dos piernas. Se plantó ante él en silencio. El inválido no se arredró al verlo, aspiró hondo y lo enfrentó con la mirada. Ambos se midieron en sus justos pesos, reencontrados en el tiempo, y sintieron que habían esperado ese momento, minuto a minuto, durante los últimos ocho años de sus vidas. El mutilado sacudió con fuerza sus sentidos y, adivinando los afanes del hombre, corrió las mantas que cubrían su cintura. Luego levantó los inútiles muñones de su piernas, ofreciendo sus miserias suspendidas en el aire. Con voz árida, preguntó:
- ¿No es suficiente?
El hombre clavó sus ojos en los tímidos tocones que morían casi al salir de su pelvis. “No es”, contestó inapelable. Después resopló lentamente, recogió los bordes de su poncho de lana y sacó una hachuela de matarife que llevaba escondida bajo el cinto. Blandiendo el instrumento en el aire, con pasmosa naturalidad, se acercó al mutilado y sentenció letra a letra:
- Compadre, aquí lo voy a tener que terminar de trabajar.
Había un macizo olor de bosta. Sin una mueca de sobresalto, el mutilado aceptó resignado. Solo tuvo un pensamiento de consideración para su mujer y su hijo que habían ido al pueblo en busca de provisiones.
- Está bien –dijo-. Pero que sea afuera, no hay por qué ensuciarle su casa a la comadre.
Salieron al corralón de las gallinas. Era mediatarde de sol en la quebrada. El hombre cargó al inválido y lo llevó a sentar sobre el tronco caído de un viejo eucalipto. Luego se despojó del poncho, remangó las muñecas de su chompa, y crugió los huesos de sus manos con aires de cirujano. Finalmente, explicó, como incrédulo.
- Ocho años lo anduve buscando, y estaba aquí, en mis narices.
El mutilado, con voz seca, suspiró:
- Uno hace lo que puede.
Callaron un momento. El hombre quiso probar el filo de la hachuela en un pedazo de charqui cecinado a la intemperie del corralón; cortó un trozo, como nada, al tiempo que sentenció:
- Las malas lenguas son largas y peludas.
El mutilado se encogió de hombros. Miró al poniente y calculó la hora. “Las cuatro y diecinueve”, pensó. Luego se dirigió al hombre.
- Compadre, será mejor que se apure y haga de una vez lo que tiene que hacer. No tarde en llegar la comadre.
Sin inmutarse, el hombre replicó:
- No se preocupe, sabré ejecutar mi trabajo, como en su momento usted supo ejecutar el suyo.
La última voz del hombre causó estragos en el semblante del inválido. Pero se recompuso rápidamente, y con los ojos del alma recorrió cada uno de los rincones de su choza, como despidiéndose definitivamente de ellos. Reparó especialmente en el ramo de sábila que colgaba sobre el marco de la puerta de hojalata.
- Compadre –se dirigió al hombre-. Hágame un último favor, recuérdele a la comadre que cambie el ramo de sábila por otro nuevo. Al que tenemos ya se le acabó la suerte.
El hombre asintió, pero enseguida hizo un gesto de desagrado.
- Créame que no es mi gusto –dijo acompasado.
- Lo sé -confortó el mutilado-. Pero las deudas se pagan porque se tienen que pagar, no tenga cuidado.
El hombre sujetó con fuerza la hachuela mientras el mutilado se persignaba.
- Entonces, ya nos vamos viendo allá abajo, compadre –dijo, y levantó la hachuela hacia los cielos.
El sol brilla más unos segundos antes de ocultarse. Las nubes parecen traslucidas y hasta el aire se vuelve más diáfano y respirable. El hombre no demoró en cumplir su cometido. Con destreza apabullante desgajó limpiamente los brazos del mutilado. Luego envolvió los trozos en su poncho y terminó por degollarlo. Sin un quejido. Metió los restos en un costal y se sentó a un costado de la choza, esperando en silencio.
A las seis, llegaron una mujer y un niño. Ambos eran de talante esmirriado y peteco, y traían unos bultos acomodados sobre sus espaldas. Al ver al hombre sentado en la puerta de la choza, la mujer reconoció el aire de la tragedia y sintió que se le partía en dos el espinazo. Pero se recuperó conforme se acercó a él. Luego de saludarlo, vio el costal ensangrentado que tenía a su costado.
- Ya sabía yo que usted había legado –se lamentó con voz tensa- En el pueblo me orinó una cachi-cachi-explicó.
El hombre pensó recordarle que las libélulas no eran signo de mala muerte, sino simplemente de visita, pero solo atinó a callar y hacer una venia de pesadumbre. Luego de apartar al niño, la mujer cubrió el costal con un manto grueso.
- Así que todo el tiempo estuvo aquí, escondido –se animó a decir el hombre.
La mujer aceptó
- Así es, compadre.
El hombre levantó la cabeza.
- Me mintió entonces –preguntó.
- Sí –volvió a aceptar la mujer.
Hubo un silencio, al fin el hombre concluyó.
- Estaba en su derecho.
Luego prosiguió:
- El compadre me encargó recordarle que cambie la sábila de la puerta.
- La mujer asintió.
- Tiene razón, ya está ojeada.
Los primeros grillos de la noche, absurdos y repetidos, comenzaron a cantar su desafino. El hombre sintió que ya había cumplido, y se despidió. Pero antes de irse se volvió hacia la mujer, como esperando su disculpa.
- Tuve que hacerlo -dijo-, esperé ocho años.
- La mujer lo miró con lástima, y necesitó de todo su aliento para aprobar finalmente:
- Estaba en su derecho, compadre.
Casi era noche. El hombre bajó sin esfuerzo la última loma de la quebrada. El niño, que había permanecido absorto mirando el costal ensangrentado, se acercó a la mujer. Ella lo tomó de los hombros, y con voz sabia, recomendó:
- Acuérdate de ese hombre. Tiene una deuda que algún día vas a cobrarle.
El niño guardó el recuerdo del hombre, a pesar de lo oscuro de la noche.

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Texto agregado el 13-10-2006, y leído por 117 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-10-2006 Una narración fluida y rítmica, de color costumbrista, envuelve este cuento drámatico. Es de los cuentos que me gustan más por el cómo que por el por qué. Cinco estrellas.***** graju
 
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