Desde que despegué con violencia los párpados del alma,desmembrando la corteza que protege la pureza del tósigo de la demencia, he desangrado. Algunas veces, aquel fluido cae en forma de cascada desde mis entrañas, a modo de lágrimas, de arrebatos exasperados, de intentos frustrados de matar esa cosa incorpórea que corroe; tras eso, viene una sensación de alivio, una energía intensa que anestesia el dolor, disfrazando, en ocasiones, las bolsas comprimidas, en felicidad. Aquel estado, en ese entonces, parece embargar mi ser interno, como si vistiera un ropaje hermoso, diseñado por ángeles, confeccionado por manos inmaculadas. Sí, en definitva, es una prenda que debiera adherirse a las células de la piel y no descomponerse con la carne, no ser carcomida por los necrófagos anélidos, despues de exhalar el último aliento.
Mas, éste efluvio tenue y reconfortante, se disipa al igual que una gota de rocío al ser alumbrada por un haz intenso de luz, sin dejar rastro, abriendo nuevamente las fisuras en flor, reanudando la hemorragia emocional. Derramar miseria, no es una desventura tan deplorable, pues la bacteria que desintegra, está muriendo progresivamente a medida que se sufre, mas no, al estancarse el padecimiento, al coagularse la angustia, ya que obstruye las vías de evacuación; Cuando ello sucede, no queda otro remedio que la espera, esperar a que se den dos eventualidades: La cicatrización, o la necrosis silente del alma. |