He visto cómo quedan impresas las palabras en un papel, suspendido un tiempo de sus trazos. Evocan momentos secretos, íntimos y personales; inspiran pasiones, resucitan viejas vibraciones que sacuden el polvo del olvido. Palabras en cuyo esfuerzo de preparación jamás reparamos, palabras como ríos de agua pura y limpia que calma nuestra sed, pero que dejamos atrás egoístamente una vez que la hemos saciado.

Son bellos cadáveres de bellos momentos esas palabras; conservan su brillo y su significado, reviven una sensación que se nos antoja lejana y perdida. Pero sólo las vemos como eso, como cadáveres, como los recuerdos estáticos y fríos, como si fueran una fotografía más. Nunca nos motivamos a saber qué inspiró esas palabras, nunca nos molestamos en averiguar con qué afán y premura fueron escritas, jamás nos importó qué gestos hacía el rostro de su autor(a) mientras las trazaba, no nos preguntamos siquiera cómo se fueron moldeando en la mente, cómo se dispusieron en el ánimo y cómo las transmitió la mano de quien las escribió.

Es frío este pensamiento, pero es una verdad: No valoramos nuestras palabras escritas como se lo merecen. Son hermosas, admirables y prístinas mensajeras cuyas voces y presencias son únicas e irrepetibles, cuyo paso es peculiar, pero de las cuales no nos importa recibir más que el mensaje inmediato que nos estremece por un tiempo corriente, prudencial y pasajero. No llama nuestra atención la forma de esas palabras, nunca nos preguntamos cuánta calidez y ternura exhaló la mano que las marcó, no nos detenemos a imaginar cuántas veces fueron acariciadas con el pensamiento antes de ser concebidas sobre un papel. Nuestra mente trabaja con la eficacia y se complace sólo con saber lo necesario, con elaborar un único juicio sin tener en cuenta los idílicos y elaborados adornos de las palabras, su trasfondo, puesto que son obras de arte complejamente trabajadas que poseen una variedad enorme de caras para ser apreciadas. Pasa esto sobretodo con las palabras de amor, que en el instante de ser vistas vuelan muy ligeras como vapores, y como vapores las miramos y las admiramos hasta que se disuelven en el aire del momento; pero cuya verdadera fuerza y poder, cuyo verdadero cuerpo y esencia se materializan en un presente donde deberían carecer de un significado aparente. Explotan estas palabras, mostrando todo un espectro de emociones y pasiones que habíamos ignorado: Cuando la frialdad y la ausencia nos rodean sentimos de veras su calor real. Y es que en este momento de soledad nuestra mente (Obnubilada en ese entonces con el encanto y el asombro narcisista de las frases de amor) se hace sensible, y de esa manera consigue entonces evidenciar en esas simples palabras todo el sufrimiento y los anhelos de quien las plasmó.

Escribir es reflejar. Pero no en un espejo de azogue claro y simple que nos devuelva una imagen de un instante temporal, si no en un mar completo y despojado de luz, en un océano virgen plagado de emociones.