Cuento inconcluso
I
Es enero. Y las calles se empañan con el aliento que humea de las bocas. Los transeúntes deambulan escondidos en pieles y tejidos, ansiando llegar a casa y hacer el trueque de invierno: el sobretodo y la bufanda por una taza de chocolate caliente y una manta.
El reloj digital de la plazoleta marca las seis menos diez y siete grados bajo cero. Julia se ha detenido, como todos los días, en el quiosco del malecón para comprar el diario, un paquete de tabaco y alguna golosina. Prefiere ése lugar y no otros, para ver desde allí el río, ése que desde octubre ha engordado de agua y desciende como un niño alborotado, riendo peces.
Quince minutos antes, el dependiente del quiosco estuvo ensayando el modo en el que esa tarde saludaría a su princesa de invierno: “Hola, Julia… ¿Qué tal?” o “¡Buenas tardes, Julia! ¡Qué calor tenemos hoy!”, y, después, un guiño cómplice. Los nervios podían delatarle y tartamudear frente a ella, frente al hada de nieve, significaba la peor de las derrotas.
Pese a los repetidos ensayos, su lengua presiente la proximidad de la amada, se aleja pronta de los labios y se enrosca. Triste serpiente acechada por del deseo.
- Buenas tardes, Julia. ¿Q-qu-qu-qué tal el día?
- Muy bien, Manolo. El jefe se puso como loco hoy porque se perdió un papel, pero ya sabes, con ignorarle basta- responde con afecto.
- ¿Viene por l-lo-lo de siempre?
- Sí, gracias. Pero hoy se me antojan unas gomitas de fresa- y apunta con un ademán de chiquilla una bolsa roja de la estantería.
Manolo sonríe y, después de entregarle los dulces, los cigarrillos y el periódico local enrollado, esconde las manos temblorosas, no sea que le traicionen. “¡Ay, mi niña de azucena!”, piensa de un tirón, sin tartamudeos.
- Me marcho ya. Quizá mañana se me antojen otras, pero de mora. ¿Estaré embarazada? – ríe a sabiendas de que lo que dice es imposible y se despide del dependiente con un gesto escondido en un guante de piel.
Un coche le espera en la otra acera. Saluda al conductor con un beso en los labios. Manolo ataja el beso, lo acerca al pecho y como tantos otros que ha atajado, lo lanza al aire, en dirección del río.
II
Julia ha dejado el abrigo sobre el sofá de la sala y un camino de prendas hasta la habitación. Su cuerpo desnudo se aferra al cuerpo que duerme en la cama. Lo observa. “Es precioso”, murmura mientras aspira el olor de jabón que se le ha quedado impregnado en el pecho. “¿Por qué ya no me amas?”, susurra bajito para que su voz se filtre en los sueños del amante dormido. “Yo te amo tanto…”. El cuerpo se voltea y le da la espalda. “Me rechaza hasta en los sueños”, se reprocha, con la mente anegada en lágrimas. Al fin le vence el cansancio y se queda dormida, con los senos rozando esa piel ajena.
III
Me acerco. La miro y digo: “Eres preciosa”. Mi voz no se escucha ni aquí ni en ningún lugar. Soy un dios y, sin embargo, no puedo hacer que las ondas vocales lleguen hasta los oídos transformadas en sonidos. ¡Cómo me gustaría tenerla en mis brazos! Pero no, las normas son las normas. ¡Al diablo con las normas! Haría cualquier cosa por despojarme de esta forma incorpórea que soy y deshacerme de una vez por todas de las miles de historias que llevo encima. Se las daría a cualquiera, a cambio de que Julia pudiera un día mirarme. Sólo mirarme. Soy su fantasma. Soy el vigilante taciturno de los gestos de su cuerpo y de su mente, una especie de ángel de la guarda condenado vergonzosamente a ser voyeur hasta el último momento. Hasta la última página. Cómo me gustaría que esa espalda que acarician sus senos fuera mía, o ser Manolo y disparar sílabas inconexas que sí llegan a sus oídos; o ser el río que se vierte en sus entrañas a las seis de cada tarde, y se alimenta de sus besos de agua.
Soy un dios. Lo sé todo, lo veo todo. Pero todo me sirve de nada.
IV
Julia se despierta con dolor de cabeza. Soñó que giraba en el carrusel del jardín de infantes al que fue de pequeña. Ella sentada en el eje y cuatro niños moviendo el artefacto a gran velocidad, hasta que sus rostros se juntaban en una sola órbita rauda y borrosa. No recuerda fielmente el sueño, pero tiene la sensación de que dio mil vueltas en alguna de las historias nocturnas tejidas por el subconsciente. Está sola. Alex se ha marchado sin decir palabra. No ha dejado ni una nota. Antes, cuando apenas se conocieron, solía escribirle con rotulador un par de palabras dulces o sexys en alguna parte del cuerpo. Y aunque son años desde que no le deja esas marcas en la piel, Julia se escudriña el cuerpo, con la esperanza de hallar algo. Pero no hay rastros de ningún mensaje.
Se levanta y camina hasta el baño. El chorro de agua de la ducha le trae la imagen del río, tal y como estaba ayer: una gasa de neblina encubriendo los árboles de la ribera, el puente con escalofríos, el agua tropezando con rocas redondas y lisas, y miles de gotas diamantinas intentando llegar al cielo.
V
Ha dejado el teclado porque le ha asaltado un miedo. Es un escritor aficionado. Ha leído muy pocos textos sobre técnicas de escritura, pero siempre que se le ocurre una idea medianamente original, traza un esbozo mental o en papel de la historia. Sabe con precisión cuál será el principio, cómo desarrollará el asunto y, lo que le llena de orgullo, conoce con puntos y comas cómo terminará todo. Después, ordena los acontecimientos de la forma que él considera más estética. Escribe porque necesita hacerlo y porque cada vez que lee algo que le emociona, las manos se le inquietan y piden a gritos un teclado o un lápiz.
Sin embargo, hoy es distinto. No quiere continuar con la historia que ha empezado hace semanas. Algo se ha salido de lo convencional. Esta vez a sus manos no les apetece escribir por los impulsos del cerebro y menos aún, siguiendo el plan que dispuso previamente. Escucha con perturbación una voz que le dicta una historia distinta y lo que es peor, presiente que el personaje que creó, se le está escapando del papel y de las manos.
VI
No recuerdo mi infancia. En realidad nunca tuve infancia. Siempre fui el que soy ahora. El tiempo no pasa por mí. Mañana seré igual que hoy y así continuará hasta la hora del punto final. Soy un dios, pero a diferencia de otros dioses, me extinguiré un día. Soy un dios, como digo, porque lo sé todo, lo veo todo y estoy en cualquier lugar. Y no me refiero solo a lugares físicos. Un día de invierno, por ejemplo, puedo aparecer en una calle principal invadida por una multitud y al siguiente instante, estar en un río, dentro de una habitación o de una mente. Mirándolo todo, desde lo más noble, hasta lo más ignominioso. Tengo voz, pero nadie puede escucharla. Tengo también ojos. Sin embargo, nunca han sido vistos por ninguna persona.
Al principio era fácil. Las instrucciones de mi “trabajo”, por llamarlo de algún modo, eran sencillas: observar y contar, callar, si era necesario, y en especial, no involucrarse. Y así lo hice siempre. Hasta que la vi. A Julia. Todos los días, desde que abría los ojos hasta el último sueño. Y a partir de esa contemplación diaria, comencé a sentirme como un río. Desbordado. Así empecé a amarla. Y todo lo que estaba destinado a ver y a contar se volvía borroso, se eclipsaba con la visión de Julia. La conozco más que ningún hombre que la amado o que ella ha amado. Sé con exactitud cómo sonaba su risa de niña, conozco sus secretos de adolescente y sus deseos de mujer.
VII
El río se vierte por los ojos de Julia. Un mensaje escrito con rotulador sobre su muslo derecho dice: “Adiós”.
VIII
Una historia sobre un niño cuya vida real es como los sueños y los sueños como la vida real, ronda por la cabeza del escritor y le hace desistir de la otra historia, que sin él querer, se tornó trágica y, para ser sincero, no encuentra el modo de terminarla. “Era peligrosa”, se justifica, aún sin explicarse el origen de esa voz que le decía lo que había de escribir. Prefiere crear personajes-marionetas que se dejan controlar. Confina la historia a una carpeta de cuentos inconclusos y escribe en un folio en blanco lo siguiente: “Samuel soñó –inquietante rareza- que iba a la escuela”.
IX
Hace días que Manolo no ensaya sus discursos galantes. Julia no viene al quiosco desde el lunes y eso le tiene nervioso. No sabe cómo localizarle, no tiene su número y desconoce dónde vive.
“El río necesita tus besos. Se va a secar si no vuelves”. Desde el lunes, la lengua no le traiciona con cobardes tartamudeos.
X
Sólo yo sabía la dependencia que Julia tenía hacia ese amor. Ni Alex, ni Sara, su mejor amiga; ni Manolo, su confidente de las seis de la tarde, podían imaginarlo. Después de borrar con rabia y un estropajo el “adiós” marcado en la piel, Julia tomó el teléfono para pedir explicaciones a Alex sobre su despedida. Ansiaba oír que se trataba de una broma. Alex contestó la llamada en un tono seco y displicente y le respondió que hace poco más de cinco meses salía con una compañera de trabajo y que ayer, recién ayer, se había dado cuenta de que estaba enamorado de ella. Julia suplicó. Lloró. Amenazó. “Me voy a morir de la pena”, gritó, colgando con violencia el auricular.
Dos horas después, los médicos informaban al padre de Julia que la paciente había ingerido demasiadas pastillas y, lastimosamente, no habían podido desintoxicarla a tiempo. “Lo sentimos mucho, señor”.
XI
Debí atenerme a las normas: “Los narradores omniscientes nunca se involucran en la historia”. No debí enamorarme de Julia. Ojalá supiera cómo ocurrió, si sólo soy una voz. Además, los dioses no se enamoran. Julia ha desaparecido por culpa de unas pastillas y una pluma que ha decidido tachar su existencia.
¿Unas pastillas? ¿Una pluma? ¡Ha sido mi voz! Mi voz la creó, la amó y la mató. No volveré a pronunciar su nombre. Quisiera desaparecer con ella, pero no puedo. El escritor me ha condenado a no llegar al punto final y me ha desterrado a una carpeta. Inconclusos. Así es como nos ha catalogado a mí, al río, a Julia, a esta historia. Soy un dios inconcluso. Inconcluso y terriblemente triste sin ella.
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