El momento es dificilísimo y angustiante.
Está en la justa esquina entre las secciones de abarrotes y licores; sólo le quedan dos posibles salidas: el pasadizo por donde vino de la sección carnes o la puerta hacia la calle. Mira a un lado, voltea al otro: ambos flancos están vigilados. Por uno, hay un supervisor etiquetando precios, y por el otro está el guardián de la puerta, que no deja de azotar maquinalmente su vara contra un filo de la ansiada salida.
Da vueltas sobre sí mismo y su paquete; se esconde tras una pila de conservas y observa con paciencia. El tipo de las etiquetas parece concentrado en su trabajo; coge unas bolsas, unas latas; las hurga, las revisa, y del lugar más adecuado despega unos papelillos del precio y pone otros en su reemplazo. Pero él sabe que el etiquetar es sólo una parte de su trabajo, la otra es vigilar en su continuo trote que ningún cliente ni nadie se lleve productos que antes no vayan a pasar por caja; sabe que a su sola y conocida presencia todo el personal se alborotaría, lo sabe y espera.
De momento, nadie sale por la puerta principal. A media mañana de un día de semana cualquiera el comercio es escaso, y no hay en la salida la aglomeración de clientes que, en otras circunstancias, le hubiera facilitado las cosas. Por ahora se conforma con esperar el momento adecuado, escondido tras la pila de conservas. Frota el húmedo de su bulto, ya ansía estar afuera del supermercado. Respira agitado.
El uniformado de la puerta sigue inamovible de su puesto. Sonriente y cortés, abre paso a una jovencita en short que acaba de llegar; adusto e implacable, corta camino a unos escolares uniformados que tienen prohibida la entrada. Cada momentos de compañía o desorden es una oportunidad desperdiciada para él; sin embargo, atentísimo, tampoco puede obviar la presencia del tipo de las etiquetas que tiene cara de ningún amigo y que cada vez está más cerca. Se rasca la oreja, agitado, y respira por la boca: el momento de la decisión está muy cerca y lo sabe.
Una mujer de sonoros tacos de charol se acerca a la puerta, caminando con dificultad; con el brazo derecho sujeta a una niña mientras que con el otro carga un gran paquete con el colorido emblema de la tienda. Al verla, entre solícito y desganado, el guardián se acerca a ayudarla dejando su vara balanceándose de una percha. Como por milagro, al mismo tiempo, el tipo de las etiquetas requinta una maldición al aire cuando al jalar una bolsa rota, desperdiga su contenido por el suelo.
El momento es inmejorable. ¡Ahora o nunca!. Levanta su jugoso bulto, una mancha roja queda marcada en el piso y otras gotas van cayendo en su rápida marcha cuando ¡ya! se echa a correr escabulléndose entre las diáfanas puertas de vidrio.
El guardián siente sus pasos en una violenta ráfaga de aire, gira, deja a la señora y corre tras él. El de las etiquetas se da cuenta del ajetreo y hace a un lado sus bolsas. Se unen en la puerta, salen a la calle. ¡Otra vez!, ¡no puede ser!. Enfurecido, el guardián lanza un escupitajo al suelo. ¡Ese maldito perro!. En el preciso momento en que su cola de pastor alemán se pierde velocísima doblando la esquina.
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