Si alguien, en algún momento, atentara contra mi vida -escaso botín para el que quisiera desbancarme-, de esas heridas provocadas, brotarían miles de palabras, vocablos agónicos que aún en la etapa de extinción, se irían entrelazando con desesperación para formar palabras de despedida, plegarias tardías, agradecimientos nunca expresados, lágrimas dibujadas en catarata de verbos, el único capital y la única fortuna que atesoro dentro. Si mi alma comenzara a escaparse por esos absurdos boquerones, no me cabe duda que se disgregaría por los cielos en pétalos de palabras que deshojadas y sin rumbo, comenzarían a escribir un breve testamento. Dejaría, por ejemplo, a mi madre un rosario de versos para que los destrenzara cada mañana, a mis hijos les entregaría mis ansias de magia, mis textos más inverosímiles, para que ellos rescataran a su modo, mis intentos de nobleza, mis anhelos de transformar la vida misma en un entretenido e interminable sueño. A mis seres queridos, les dejaría mis penosas frustraciones para que ellos, con esa generosidad plena que les identifica, las resolvieran y las trocaran en una sentida oración.
A ella, a la que me devolvió la esperanza, a la que se amoldó a mis locuras, a la que le dije mil veces te quiero, sintiendo que cada una de esas confesiones era vana si no se lo decía con un brutal beso, a ella, le dejaría mis ensoñaciones para que cada mañana las tendiera al trasluz y luego las acunara en su regazo y así creyese que estoy con ella y yo, extinto, supiera que no he de encontrar mejor lugar para vivir mi muerte.
Si alguien, en algún momento, me partiera el corazón de una estocada, quedaría manchado de palabras, atrapado por las oraciones enloquecidas al verse expuestas a la luz sin el vital maquillaje que mis manos le proporcionaban. El hechor, aterrado, buscaría el refugio de la justicia, aún a sabiendas que sería un convicto, o bien, se transformaría en un curioso y apasionado lector de mi derramada sangre…
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