El colectivo arrancó raudamente entre las bocinas y alaridos de la Avenida Corrientes. Livio, nuestro antihéroe accidental, logró alcanzarlo a las corridas, gracias a esa extraña destreza que los porteños adquieren tras años de descortesía vial. Sin problemas, se ubicó -como siempre- en uno de los asientos individuales junto a la ventana, inevitablemente atascada. Buscaba religiosamente la soledad en el transporte público. Sentía singular desprecio por esas viejas - que con un comentario metereológico como carnada - intentan montar una tortuosa conversación, que inexorablemente termina con una detallada descripción de las distintas gracias de sus descendientes. Llegando a esa inexplicable atracción turística de Buenos Aires, llamada obelisco, notó que el pasillo se había convertido en muchedumbre. Livio sintió una mirada penetrante en busca de piedad, logró sortearla sin siquiera tener que apelar a su ya pulida condición de miserable. Creía en sólo dos motivos para ceder un asiento: el deseo y la lástima. Las dos mujeres próximas a él se encontraban en una mediana edad, entre la deseable juventud y la lastimosa vejez, indiscutiblemente inoportuna para andar en colectivo.
Imposible era saber que esa muralla de infelices en el pasillo ocultaba a la mujer de su vida, la que fue hecha para él. Pocas cosas tenían en común en realidad, pero formarían una pareja tan sólida como inexplicable. Sin fundamento lógico. Sin razón que justifique su porosa perfección. Livio la había visto en un sueño cierta vez, sentada a su lado en un consultorio odontológico, apoyaba sobre sus interminables piernas las anacrónicas revistas de actualidad. El impacto sentido fue de tal magnitud que, a pesar de la inmunidad que otorgan los sueños, no se animó a interactuar.
Reuniendo la inusual condición de ser a la vez deseable y lastimosa, Julia no tuvo problema en conseguir lugar, incluso en las insalubres condiciones en las que se encontraba el colectivo. Su compañero de asiento no pudo contener la admiración, no podía asimilar que una morena tan hermosa pudiera leer "La guerra y la paz" siendo inmune a pozos, frenadas y llantos de crianzas. Ella siempre viajaba en los asientos dobles, quizás para - con la impunidad otorgada por un rostro angelical- usurpar espacio progresivamente a su acompañante, o quizás sólo sea uno de esos extraños hábitos, imposibles de explicar racionalmente. Sólo la tragedia rusa le hacía olvidar lo patético de su vida sentimental, y aun así el eclipse nunca era total. Entre páginas, no podía evitar recordar los últimos tres años de desunión con su polígamo profesor de yoga. Tres años de miseria puede ser el precio de un encuentro demasiado grandilocuente. Muchas veces se preguntaba si no había prolongado esa obsoleta unión por el sólo hecho de poder contar altivamente la novelesca situación que los había obligado a conocerse. "Fue el destino el que violentamente unió el paragolpes del espiritual taxista con mi cadera, luego, casi imperceptiblemente, los insultos se fueron transformando en caricias", era el pulido discursillo que Julia improvisaba sistemáticamente en reuniones sociales.
Livio, por supuesto, hubiera refutado esta teoría "in limine". "El destino es el opio de los mediocres", solía vociferar en bares donde el humo provoca una irresistible invitación a la filosofía rasante. Le gustaba considerarse un causador de casualidades. Ese tipo de personas que provocan con alevosía el tropiezo amoroso, que aminoran el paso hacia la puerta con tal de encontrarse en la maliciosa situación de disfrazarse de caballero ante la ingenuidad de una dama. Un fundamentalista en la guerra santa contra lo predeterminado. Un vengador de todos los Edipos de este mundo.
Paradójicamente, fue justamente el destino - personificado esta vez en una obesa profesora de piano - el que los había mantenido separados durante tantos años. ¿Como explicar sino la ácida angustia provocada por una nostalgia de lo que nunca había ocurrido? Llegando ya a su parada, la mente de Livio navegaba mientras se aferraba al guardamanos. Concentrado en las obscenidades, que como manifiestos de la vulgaridad, resaltaban en la puerta, nunca llegó a percibir que sobre el se posaba una mirada atónita, que inútilmente intentaba esconderse detrás de un inmenso libraco. ¿Será el destino hijo de la costumbre?, se preguntaba Livio mientras saltaba atléticamente hacia el cordón.
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