Eran tres... donde uno, eran tres. La noche cubría las calles y el silencio se iba apoderando de la madrugada, en sus manos se envolvía la dulzura del desconcierto mientras ellos la miraban perdiéndose en los trazos. El humo corría golpeando el techo por sobre encima de sus cabezas, una colilla corriendo entre 30 dedos.

La noche prometía no acabar, pero la incertidumbre del día después tajaba mortuosa, él jugaba en la inmensidad de lo inextenso hundiéndose en palabras ajenas, perdiendo los contornos jugando con las luces y su retina. Ellos compartían un tiempo y espacio, un momento, donde las horas no importaban, y aunque el miedo jugase punzante caminarían el final de aquella noche perdiéndose en los resquicios de la oscuridad.

Sus manos comenzaron a buscarse y sus ojos se miraron perdidos hallando por segundos en el otro aquello que siempre nos falta.

El se perdía en enredaderas de sueños adorando una maha oculta, ausente de los minutos que pasan y el humo se paseaba por su sangre y dibujando negativos ante la luz de aquella distante lámpara; comenzó a salirse como buscando... rompiendo los contornos con una gota de sal (ellos no lo advirtieron) filtrándose en si mismo como escudriñando una pregunta a la respuesta que había encontrado (¿entendido?) mientras dos labios jugaban a su lado, se descubrían, mientras dos almas alcanzaban a verse desnudas mitigando el ruido y lo externo como el momento en el que la noche y el día se encuentran y se unen para dejar de ser quienes eran.

Ellos se besaban contándose historias matando al tiempo vagabundo y acompañando con sus manos la extensión de inalcanzable; fue en aquel momento de luz en el cual él comenzó a sentir dureza en los contornos; un grito los arranco del encanto... el alba amenazaba por la rendija de la ventana.
Las calles matizándose con la mañana, donde árboles soltaban sus hojas amarillentas como lagrimas de consuelo ante lo inevitable de una despedida, y allí en ese lugar donde uno eran tres solo hubo vacío.