Cuando el tirano falleció, su tumba fue resguardada día y noche por una guardia establecida para evitar actos vandálicos. En vida, el tipo había actuado con un autoritarismo y crueldad que habrían hecho palidecer a los espectros de los dictadores más odiados por la memoria colectiva.
Unos pocos se aproximaban para contemplar el mausoleo, más por simple curiosidad que por alguna devoción embozada. Una que otra corona resplandecía en el frontis de la respetable construcción, custodiada por cuatro enhiestos militares, acompañados por sendos rotweiller que descansaban a sus pies.
Los años se sucedían y la guardia permanecía inalterable. La gente se indignaba ante este hecho que significaba un costo elevado e innecesario para las arcas fiscales. Se elevaron voces que solicitaron acabar con este paranoico privilegio y fue tanto el clamor, que el gobierno de turno, luego de un gran debate y acalorada lucha en el parlamento, decidió terminar con este asunto y por fin la tumba aquella pudo ser visitada por la gente, no precisamente para llevarle flores y plegarias, sino para felicitarse por haber sobrevivido a tan repulsivo personaje.
No pasó mucho tiempo antes que un bombazo destrozara la fachada del imponente mausoleo y de inmediato los partidos que simpatizaban con el tirano, protestaron, argumentando que esto era nada más que el producto de almas resentidas que no querían reconocer que el que allí descansaba había sido nada menos que un padre de la patria.
Como la política se basa en cuoteos y componendas, se decidió restablecer la tan discutida guardia, lo que generó un gran debate en el que participaron todos los sectores y en especial, los organismos defensores de la libertad y los derechos humanos.
Todo este enojoso asunto se habría eternizado en el tiempo si cierta mañana no hubiesen aparecido varias placas de agradecimiento, pegoteadas a los muros del suntuoso mausoleo. En ellas se bendecía al excelentísimo presidente por haber sanado a la nietecita, haberle encontrado ocupación a tal señor o haber curado de una cruel enfermedad a otra señora. Y así, cada día, este fervor se fue incrementando con las más insólitas gratitudes y peticiones, hasta que el mausoleo se vio cubierto de placas que lo transformaron en un lugar de peregrinaje y oración. Así, de forma natural –o sobrenatural- se acabó de golpe y porrazo la férrea custodia militar.
El terrorífico dictador se había transformado, por obra y gracia de la imaginería popular, en una milagrosa animita que tutelaba los intereses de sus creyentes.
Sus recalcitrantes partidarios, sonriendo con abierta ironía, se congratulaban unos a otros de haber llegado a la esencia misma del alma pueblerina…
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