Como todas las noches, despertó al llegar el ocaso, se estiró un poco, hizo a un lado los bichos que le molestaban, movió un poco la tierra, y salió. Su ataúd no era el más cómodo, ni su tumba la más bella, pero igual mientras vivió nunca tuvo muchos lujos. En su lápida se leía solo lo siguiente: “Pedro Domínguez, 1983 – 2003”. Sencillo, así fue siempre su familia.
Poco a poco fueron despertando los demás. El viejo Enrique, de muerte natural; don Jacinto, apuñalado por la espalda; Augusto, aquel muchacho suicida; la familia Pérez, los del accidente; y todos los demás. El cementerio era en realidad una comunidad muy unida, y todas las noches se reunían un rato a charlar, contar historias de los vivos y de abogados, sólo para asustar a los más niños; y bailaban. Bailaban bajo la luz de la luna y al ritmo del silencio de la noche. Larga era la noche.
En aquella ocasión vieron una primicia, un nuevo inquilino en su cementerio, una hermosa tumba que había aparecido aquella tarde, y en cuyo epitafio se leía: “Aquí yace el doctor Francisco Méndez, querido esposo y padre de dos”. Al acercarse a ver la tumba, Pedro sintió una fuerza que le hizo titubear. Observó ya secas a su alrededor las lágrimas derramadas durante el entierro, evaporadas, y esto es algo que sucede sólo con las lágrimas falsas. Una lágrima verdadera, derramada desde el corazón, no se borra ni se pierde con el tiempo. Cualquier buen observador sabría esto. Después de pensarlo un poco, decidió invitar al ‘nuevo’ a unírseles, así que golpeó fuerte la tierra, y le llamó. Nada pasó. “Doctor Francisco, salga un rato que queremos darle la bienvenida”, dijo Pedro; pero nada, don Francisco parecía dormido, o tal vez demasiado tímido, porque sueño tan pesado no podía tener. Pasado un rato, se cansaron de insistirle y siguieron tranquilos en sus muertes, felices, la comunidad bailando.
A eso de las cuatro, muy cansados, se fueron a reposar. Cada uno a su ataúd, antes que llegasen los celadores y los vendedores de flores.
Pedro siempre sufrió de insomnio, y en la muerte no sería diferente. Además todos los días su anciana madre pasaba a dejarle flores. Rosas amarillas, como las que alguna vez le diera él a ella en la celebración de un día de la madre. Le partía el corazón ver a su madre aún triste, luego de tanto tiempo; mas le llenaba de alegría ver el amor que le tenía. Pedro murió muy joven, pero vivió su vida al máximo, y fue así como un día, borracho por despecho, estrelló su moto a más de 200 Km/h en la autopista principal de la ciudad. Aquella mujer ni siquiera fue a su funeral.
Pasó la tarde y se fue la gente, cayó el sol y con él, el bullicio de los vivios se extinguió.
Pedro despertó, habiendo logrado conciliar tan solo un poco de sueño, y listo para salir de su tumba. Se estiró un poco, hizo a un lado los bichos que le molestaban, movió un poco la tierra, y salió. Era una noche como todas. Uno a uno fueron saliendo todos los muertos amigos, y se unieron al baile. De repente, un calor intenso recorrió sus cadáveres, algo como cuando a vos te da un escalofrío, y lo vieron. Francisco había salido de su tumba, había ‘despertado’, estaba en pié, mirándoles con asombro, pero no menos del que había en los ojos de todos. No tenía heridas, más que la sangre en sus dedos, y por su cara aún brillaban algunas lágrimas propias. “¿Muerte natural?” le comentó el viejo Enrique a Pedro en el oído. “No lo sé”, respondió suavemente Pedro. Pasado un segundo, y tomando un poco de aire, Pedro se animó a decir: “Y qué? Por qué no saliste anoche?, te llamamos...”. El doctor le miró, y respondió: “Disculpen todos, se los ruego, y por favor no me juzguen mal. Realmente es difícil salir estando aún vivo”.