Uno no se da cuenta de estas cosas por casualidad. Cuando vi por primera vez a esa jirafa me fijé en lo que todo el mundo, en ese cuello moteado interminable. Hacen falta muchas horas para descubrir que tras esa apariencia simpática se oculta un animal triste. Creo que ese fue el motivo que me impulsó a trabajar en el zoo. Eso y mis ganas de olvidar a Anabel.
Ser voluntario en un zoológico no entraba en mis planes. Nunca me había interesado especialmente por los animales hasta que fuimos juntos al parque. Esa tarde, cuando Anabel me dijo que teníamos que hablar, supe que algo iba mal. Allí, delante de esa jirafa africana, me abrazó por última vez y dio por terminada nuestra relación.
Le pedí que me dejara solo sin darme cuenta aún de que eso es exactamente lo que acababa de hacer. Estuve observando los movimientos de la jirafa hasta que cayó la noche y un guardia de seguridad me informó de que iban a cerrar.
A la mañana siguiente dejé mi trabajo en la planta petroquímica. No quería encontrar a Anabel por los pasillos y descubrir quién era mi sustituto, así que presenté mi dimisión. Tenía unos ahorros y pensé que me merecía un tiempo para mí. Después de hacer las gestiones pertinentes regresé a casa. Me apetecía pasear. Estuve deambulando por calles sin nombre hasta que, casualmente, me encontré de nuevo en la puerta del zoológico.
Fui directo a sentarme en el banco en que perdí a Anabel. La jirafa seguía allí, con su cara huesuda. Observándola me di cuenta de muchas cosas. Andaba adelantando las dos patas del mismo lado a la vez y cuando se agachaba para beber abría las patas delanteras como un compás. Pero lo que más me llamó la atención es que no la había visto dormir ni un instante.
Cuando se acercaba la hora de cerrar decidí esconderme. Quería pasar la noche observando a ese animal. Encontré un lugar apartado, cerca de los koalas y permanecí allí hasta que los empleados abandonaron el lugar. Afortunadamente, los puestos de guardia estaban lejos de mi jirafa.
Casi no dormimos en toda la noche. Ella apenas veinte minutos. Yo una cabezadita que no llegó al cuarto de hora. Mis pensamientos iban y venían de esa piernas largas a Anabel. Estuvimos hablando. O sea, yo le conté mis penas y ella escuchaba atentamente mis explicaciones. Ninguno de los dos teníamos nada mejor que hacer. Ninguno de los dos podía dormir.
Al amanecer me dirigí a las oficinas del zoo. Me hice voluntario y pagué una buena cifra por apadrinar a Jiffa, mi jirafa. A cambio, conseguí permiso para pasearme por las instalaciones y visitarla tantas veces como quisiera. Al poco tiempo, incluso logré que me dejaran darle de comer y que los vigilantes nocturnos del parque hiciesen la vista gorda conmigo.
Durante los días siguientes confirmé que Jiffa apenas dormía. Uno de sus cuidadores me dijo que era normal, que las jirafas duermen como máximo dos horas al día y nunca de un tirón. Aprovechó para hacerme notar que los humanos deberíamos dormir unas seis horas más que yo.
Lo peor del caso es que por más que lo intentaba no conseguía conciliar el sueño. Tampoco tenía apetito y mi aspecto distaba mucho del de una persona sana. Cuando los dolores de cabeza se hicieron insoportables acudí al médico y este me mandó directamente a la consulta del psiquiatra.
Una depresión de caballo. Esa fue la conclusión. Aunque yo, conociendo mi caso como nadie, la habría bautizado como “depresión de jirafa”. Me recetaron toda clase de pastillas pero me negué a tomarlas. Llegué a sentir que el único lugar que me quedaba en este mundo era al lado de esa jirafa y allí pasaba la mayor parte del tiempo.
Un viernes Jiffa se terminó su ración diaria de mimosa y ramas tiernas muy pronto. Fui a por más. Al pasar por delante de los almacenes vi a una mujer que contemplaba a un koala que dormía abrazado al tronco de un árbol.
Me acerqué a ella.
- ¿Le gustan los koalas?
- Me encantan. Son una monada, ¿no te parece?
Recordé que un cuidador me había comentado que hacía pocos días habían llegado al zoo una pareja nueva de koalas. Empecé a contárselo. Le hablé de sus hábitos de alimentación. Le dije que sólo comían hojas de eucalipto y no de cualquier eucalipto y le estaba a punto de explicar algo sobre su delicada adaptación a la cautividad cuando esa mujer se derrumbó en mis brazos.
Conseguí sujetarla y la senté en el banco más cercano. Creí que se había desmayado por el calor. Fue ella quien al despertar me habló de su narcolepsia. Esa enfermedad hacía que no pudiese controlar el sueño. De repente, su musculatura se relajaba y sus párpados caían como pesadas losas, durmiéndose al instante.
No pude evitar reírme.
- No se lo tome mal, señora... –dije avergonzado–.
- Mónica, señorita. Y tutéame, ¡que no soy tan vieja! –replicó aceptando mis disculpas–.
- Lo siento Mónica, me río porque... Es curioso lo extraña que es la vida: tú no puedes evitar dormirte y yo no puedo dormir...
- ¡Pues vaya pareja! –cortó con una carcajada–.
Hacía mucho que no dibujaba una sonrisa en mi rostro, casi tanto como tiempo que no hablaba con una mujer. Pasamos la tarde juntos, charlando de su lucha por no dormirse y mi lucha por dormir. Buscamos algún parecido, pero no lo encontramos por ninguna parte. Ni siquiera nuestros físicos eran compatibles. Mi cuerpo larguirucho y flaco poco tenía en común con sus facciones redondeadas y su escaso metro sesenta. Ella, morena de ojos verdes. Yo, rubio ojos azules. Supongo que por eso nos enamoramos, para poder compartir algo.
A la semana, Mónica apadrinó a los nuevos koalas del parque. Así empezaron nuestros días juntos. Y despacio, a poquitos, nos hicimos inseparables.
A veces pienso que a ojos del resto del mundo, Mónica y yo somos una mezcla imposible. Si nos viese ahora... Supongo que a mí también me extrañaría ver a un koala profundamente dormido abrazarse al cuello de una jirafa. Pero así es la vida.
Despertará en seguida. En cuanto abra los ojos, le daré los buenos días y le preguntaré lo de siempre:
- Mónica, ¿me enseñarás a dormir como un koala?
Y ella, una vez más, pasará las yemas de sus dedos suavemente por mi mejilla, contará unas cuantas pecas y responderá con su voz dulce y saltarina:
- ¡Cállate, jirafa!
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