Hace cosa de 5 años solía arreglármelas con tan solo una cama y una almohada, a veces evitaba ver fotografías o cartas que me recordaran el doloroso pasado y eso también ayudaba. Lloraba en los hombros de aquellos que con orgullo llamo “Amigos” mientras me inyectaban en los oídos sobredosis de consejos que, aunque con las mejores de las intenciones, sonaban todos muy parecidos.
Si, así era como lograba respirar cuando la angustia visitaba mi garganta o era abandonado por el sueño y el hambre.
Hasta que un día (que había comenzado como esos en los que uno desea no haberse despertado), encontré lo que no estaba buscando, una salida.
Con solamente una lapicera y un papel auspiciando de testigos y cómplices, comencé dibujando garabatos mientras mis ojos se llenaban nuevamente con las lágrimas de siempre. Los garabatos de repente se transformaron en letras, y éstas en palabras. Al cabo de diez minutos había escrito algo, algo que no parecía haber salido de mi cabeza sino de mi corazón.
Es increíble, cuando me siento a escribir no tengo que pensar, hay una conexión directa entre mis sentimientos y la tinta, mis manos se mueven casi instintivamente. En papel, mis palabras no son mías, no es a mí sino al que tengo adentro el que gusta de plasmar emociones.
Desde ese día ya no abrumo a mi almohada con pesares, no me hace falta juntar valor para leer cartas o ver fotos de mujeres que amé (y siempre amaré). Mis amigos y amigas ya olvidaron las veces en que mis ojos se empaparon y tengo la garganta libre para gritar que me siento bien. Si tengo sueño es solo porque la noche anterior salí a divertirme con mi gente y si tengo hambre es quizás porque jamás aprendí a cocinar y mi mamá salió a algún lado.
Eso es lo que me dio este bellísimo arte que es la escritura. Me regala la paz que tanto necesita el ser humano, y me provee del escape a un mundo esquizofrénico del que amo participar.