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El mandarín

Yo viajo todos los días en el tren. Trabajo en él. Diez horas diarias estoy. Eso me da derecho a hablar. Lo que yo digo lo digo con conocimiento de causa. No me lo contaron. Nadie vino a decirme mirá lo que pasó con Fulano. Yo veo lo que pasa en mi tren. Conozco todos los pasajeros de mi horario, todos los ladrones, todos los vendedores, todos los mendigos.

Yo estaba picando boletos cuando el accidente del Rodríguez ese. Hará unos tres años. Me acuerdo porque apenas sentí la frenada me di cuenta que íba-mos a tener para dos o tres horas de demora.
Ni me bajé para mirarlo. Abrí las puertas y lo vi. Desde arriba. Manejaba el viejo Berardi. Recorrió dos o tres vagones buscándome y cuando me encontró hizo como que se reía, pero yo sabía que estaba asustado, impresionado. Agarré uno, me dijo. Creo que es uno de los vendedores me dijo. Ahí bajamos y fuimos juntos hasta donde ya había un montón de gente mirando. Dos pibes, de esos rateritos, juntaban chocolatines y turrones que estaban desparramados por toda la vía. Se cagaban de risa. Empujamos a algunos de los que estaban curioseando y lo vimos. Estaba Rodríguez, tirado a la altura del segundo vagón, el uniforme de vendedor lleno de sangre. Estaba en una posición rara, como si se estuviera desperezando. Pero claro, sin los brazos, que habían quedado del otro lado, entre las ruedas. Se los cortó limpitos.
Estaba por llamar a los bomberos cuando alguien gritó. Parecía mentira pero el coso ese estaba vivo. Desmayado y todo se estaba revolcando, se retorcía como los bichos esos que cuando le cortan la cabeza siguen jodiendo. Bueno, llamamos al hospital y todo eso pero lo importante es que se salvó, que el tipo sobrevivió.

Apenas salió del hospital le empezó a echar la culpa del accidente al viejo Berardi. Todos los vendedores se la echaron. De que podía haber frenado, de que podía haber tocado bocina para alertarlo, de que no le importaba un carajo la vida ajena. Lo cual era cierto, no lo voy a negar, pero si todos los maquinistas son igua-les, por qué agarrárselas con el pobre viejo. Además si vos cruzás las vías como si fueras paseando después no llorés. El asunto es que un día lo esperaron cuando terminó de trabajar. El viejo se iba con el de 23,15 y se bajaba en Merlo. Se chupa-ba unas ginebras en el andén y después se iba a dormir la mona. Se ve que se es-tudiaron la rutina que hacía. Eso lo mató. Porque a medianoche lo encontraron en el túnel de Merlo, hecho mierda. Yo dije en la policía quién lo había hecho, pero se cagaron de risa, así que no insistí. Después de todo no era asunto mío, pero era clarito. Lo habían matado a patada limpia. Una patota dijo la policía. Una pelea de borrachos. Pero primero que una patota roba y el viejo no tenía dónde caerse muer-to. Y segundo que en una pelea de borrachos te pueden matar a golpes, te pueden cagar a patadas, pero no se te ensañan con tus manos, no te las pisan hasta que te las dejan hechas una pulpa en donde no distinguís bien un dedo del otro. Y yo vi el cadáver del viejo, y juro que jamás vi nada parecido. Y eso que he visto muchos accidentes. Viejo boludo, dejarse agarrar así.

Rodríguez se hizo mendigo. No le quedaba otra. Pero no era un croto cual-quiera. Ni se daba bola con los ciegos que pedían ni con las minas. El había sido vendedor y parecía que tenía otra categoría, o por lo menos eso se pensaba él. Además era el protegido de los otros vendedores. Se habían solidarizado con él. Quizás por sentirse un poco responsables, quizás por pensar que a cualquiera de ellos le podría pasar algo parecido, pero la cosa es que Rodríguez no era un men-digo común. Se notaba en su manera de pedir en los vagones. Mirando con resen-timiento, casi exigiendo la limosna, como si fuera una obligación de la gente del tren el mantenerlo y aguantarlo. Nunca supe quién le hacía las cosas, la comida, el ba-ño. En la estación se lo hacía su séquito, los vendedores, pero en la calle no sé. Nunca pude saberlo. Una vez leí no sé dónde que los mandarines en la China para demostrar su poder y que estaban más allá de las cosas materiales o algo así, se dejaba crecer las uñas durante un montón de años hasta que les resultaba imposi-ble hacer nada con las manos. Este guacho era como esos mandarines.

Muchos le tendrían lástima, pero la verdad que a mí me daba un poco de asco. Y encima ese olor. Ese olor a mugre de mucho tiempo, a abandono. Ese olor que sólo los crotos y los animales pueden soportar. Una vez lo vi que se iba con un yiro del Once. Una mina joven que se ve se compadecía. A mí me sonó medio de-generado. Cuando pasaron enfrente mío él me miró con cara canchera, como so-brándome. Esa noche le tomé más bronca todavía. Además me di cuenta de que el tipo me miraba, como recordándome de que yo también iba en el tren que lo atrope-lló.
Un día se me quedó mirando con rabia, como si lo hubiera insultado, y en el momento no pude saber por qué. Al rato de pensarlo lo descubrí. Justo cuando él pasaba me estaba rascando la cara. Me estaba rascando. Recién ahí tomé con-ciencia de que él no podía hacerlo. Quizás parezca una tontería, una boludez, pero para mí fue todo un descubrimiento. De allí en adelante cada vez que sentía su as-querosa mirada sobre mí, yo lo miraba a los ojos y, lentamente, con sumo cuidado y placer, me rascaba. El desviaba los ojos como un animal que le muestran fuego, y seguía su letanía de asiento en asiento. Nadie en todo el tren se daba cuenta de mi triunfo, pero él y yo lo sabíamos. Para mí era suficiente.

Pero poco a poco dejó de serme suficiente. Este lugar es mío. Y no pude soportar que una basura como él matara a uno de los míos y quedara impune. Hace ya muchos años que trabajo en el tren. Fuera de él me siento raro. Que el piso está demasiado quieto, que mi uniforme es ridículo, que me confundo entre toda la gen-te. Pero acá arriba mando yo. Y nadie más. Por eso no lo soportaba al Rodríguez ese. Con su aire prepotente y escudado atrás de su invalidez. Para qué puede ser-vir un tipo así. Me molestaba su presencia, su olor, su mirada. Me di cuenta que no podría soportar más su presencia en los trenes. De noche tenía pesadillas terribles, y de una u otra forma siempre estaba Rodríguez presente. A veces arrastrándose como una víbora entre los asientos, otras atropellándome con el tren o pisándome las manos como al viejo Berardi, o esa pesadilla que siendo la más idiota era la que me hacía despertar transpirando y asustado: Rodríguez iba de asiento en asiento pidiendo los boletos y abonos y yo esperaba mi turno, aterrorizado, pues no tenía boleto.
Fue una madrugada, después de una de esas pesadillas, que tomé servicio en el Moreno de las cinco y treinta y siete. Cuando subí, él ya estaba arriba. Cómo lo supe no lo sé porque todavía no lo había visto. Pero era seguro que él estaba allí. Cuando arrancamos empecé a caminar hacia adelante. En el tercer vagón lo vi. Estaba tratando de rascarse. Se refregaba contra el pasamanos de una de las puer-tas. Ni siquiera tuve que pensar lo que iba a hacer. Parecía que lo hubiera planeado desde siempre. Yo sabía que en unos segundos el tren pasaría por un cruce y que el vagón se sacudiría como se estaba sacudiendo ese tipo. Estábamos pasando por donde están las ventanas tapiadas, a unos cinco minutos de Once. Parecían ojos cerrados, como cómplices míos. Sin mirar para abajo introduje la llave en la cerra-dura y esperé el cruce. El se seguía rascando contra la puerta y yo sentía que más que una llave estaba apretando un gatillo. Cuando el tren empezó a bambolearse giré la llave y el manco se cayó sin gritar, como una bolsa de basura. Los pocos pasajeros que viajaban a esa hora ni se dieron cuenta y el ruido que pudo haber hecho fue tapado con los sonidos del tren. De mi tren. Cerré enseguida las puertas y empecé a caminar hacia los vagones de atrás, picando los boletos. Quería saber si alguno de los que viajaban había descubierto algo. Pero la mayoría o estaban durmiendo o leyendo el diario. Y ninguno me comentó nada extraño.

Ya han pasado varios días de todo eso. Ya todo ha vuelto a estar tranquilo. A estar en su lugar. Como antes. Aquel día encontraron el cuerpo casi después de una hora de que pasara mi tren. Enseguida afirmaron suicidio y nadie dudó un se-gundo. Cuando me lo contaron fingí un poco de sorpresa y traté de restarle impor-tancia. Hoy ya ni se habla del tema.

A veces trato de imaginarme qué se sentiría sin brazos. Me pongo las ma-nos en la espalda y camino por el tren. No se puede abrir las puertas, no se puede agarrar la comida. No se puede acariciar a alguien, no se puede prender un cigarri-llo.
A veces creo que me cagó. Que no tendría que haberlo matado.

Texto agregado el 10-10-2006, y leído por 93 visitantes. (0 votos)


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