Se conocieron cierto día, se gustaron y pronto se prometieron amor eterno. Todo sucedió en una colorida primavera y el romance creció a la par con el follaje de los árboles y sus arrullos se engalanaron con las bellas flores de la estación. Ese amor era irreducible, definitivo y se manifestaba como el encuentro de dos almas que se calzaban con la misma perfección del Ying y el Yang.
El musitaba a sus oídos las más bellas promesas y ella lo abrazaba con afán posesivo. No se imaginaban separados el uno del otro, este era el verdadero romance y no el de Romeo y Julieta o el de Tristán e Isolda, las características de esta unión carecía de epopeya pero se sustentaba en el sólido tramado de lo irrompible.
La vida, empero, se especializa en arrasar con lo delicado y se abre siempre camino, sin importarle las plegarias y las promesas que destruye a su paso. Ella debía viajar a otro país y él, impedido de seguirla, sintió que no sobreviviría a la desazón. Que, al final de cuentas, esta historia quedaría suspendida en lo indeterminado, que, como todas las cosas, sería archivada entre una ruma de recuerdos.
Aún así, se prometieron fidelidad, se juramentaron a luchar por este amor tan inmaculado, pero que debería ceñirse a las reglas establecidas. Ella le prometió que partiría con las primeras lluvias del otoño, por lo tanto, rogaron a los cielos para que la primavera se extendiera indefinidamente.
Cuando el calendario amenazaba con derrocar a la cálida estación, esta, fundida con un verano dulcificado, se mantuvo firme con sus soles y su epifanía de aromas y colores. Pasaron los meses y la bella estación parecía clavada en el tiempo, los días eran soleados y la vegetación no daba muestra de amustiarse. Los amantes gozaban de este regalo como si alguien omnipotente les concediera ese deseo.
Pasaron muchos años y el sol jamás se retiró de esas regiones. Como era de suponer, ella postergó indefinidamente su viaje hasta que ya no tuvo memoria de aquel evento. Ambos eran demasiado felices como para intentar una vana separación. Incendiados sus corazones por esa primavera desbocada, se amaron hasta el hartazgo.
Pero un aciago día en que las habitaciones olían a jazmín, él, tendido en su lecho, le pidió a ella que le tomara su lánguida mano y con voz muy entrecortada, le dio las gracias por haberla conocido y antes que la cruel enfermedad se lo llevara para siempre, ella aproximó sus labios a los suyos y un beso largo selló para siempre este maravilloso romance.
Cuando él fue sepultado, amenazadoras nubes tiñeron el cielo y la lluvia se dejó caer sobre esa zona para refrendar lo sublime de ese amor y lo doloroso de la despedida.
Desde entonces, la primavera aguarda que los enamorados la eternicen, pero ante la imposibilidad de encontrar un amor tan puro, se retira siempre triste para que las siguientes estaciones ejecuten su inalterable tarea…
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