Y así fue como el mundo colapsó delante de nuestros ojos. Como una nube que se pierde en un tornado. Ya no quedaban tierras, ni cielos, ni mares, solo quedamos nosotros los testigos. Los que moríamos una y otra vez sin darnos cuenta.

Recuerdo esa noche tan claramente. La recuerdo a ella intentando descifrar mi mirada. Todavía puedo sentir aquella rabia recorriendo mis venas como un río de fuego sediento de dolores. Ella ansiaba penetrar en mi mente con adefesios inútiles que alimentaban mi rabia. Tal vez mis ojos habían hablado más de la cuenta cuando debieron permanecer cerrados. La habitación se fue llenando de segundos eternos que amenazaban con derramar su silencio sobre nosotros.

Gritos en todas partes. Lágrimas. Oscuridad absoluta. No sentía mis manos, y sin embargo, la escuchaba claramente diciendo mi nombre. La rabia se había exteriorizado en el planeta. Mi cuerpo ardía sin detenerse. Quise gritar que se callara, que se fuera, que olvidase mi rostro, pero me di cuenta que no recordaba ningún idioma. Me di cuenta que ya no había lengua en mis labios, que no tenia rostro que ella pudiese olvidar. Siempre había sido un fantasma, una sombra de atardeceres, un pozo de palabras confusas.

Entonces creí haber abierto mis ojos. En mis oídos zumbaban pitos agudos que se afincaban a ese vacío que nacía de mi estomago. Mi boca sabía a ella. A su piel de algodones. A su olor de campos de trigo. Ya no habían gritos ni lamentos. Los torrentes de lágrimas y sangre desaparecieron para siempre. La recordé abrazándome en ese piso de piedra que un día fue parte del mundo, y la extrañé enormemente.

El sol se había apagado de repente. Su último suspiro fue un soplo rojo y azul que arrasó con nuestras pieles. Todos ellos murieron menos nosotros. Nosotros los que habíamos estado desde el comienzo guardando los secretos más profundos. Nosotros los que ahora yacíamos enterrados, recordando para siempre.