Tangos en el laberinto porteño
(Reseña de "El cantor de tango", 2006, de Tomás Eloy Martínez)
Bruno Cadogan, un estudiante que prepara su doctorado sobre Borges en una universidad norteamericana, escucha hablar una vez a la hispanista Jean Franco sobre un taciturno, huidizo y legendario cantor de tangos que en Buenos Aires realiza una especie de arqueología viviente del género, recuperando y cantando en barrios nebulosos, edificios seculares y autopistas mustias aquellas viejas canciones aún no contaminadas de influencias foráneas, especialmente parisinas, canciones de arrabales prostibularios de las cuales prácticamente no quedan registros grabados. El nombre del cantor es Julio Martel, hombre cuya soterrada celebridad ejercerá una atracción inmediata en Bruno Cadogan, quien, para confirmar la tesis de Borges que dice que el tango original y único es justamente aquel “impoluto” tango de principios del siglo XX, viaja a Buenos Aires para buscar las huellas de Martel.
Ese es el argumento visible y hasta simplificado de El cantor de tango, la última novela del escritor argentino Tomás Eloy Martínez. Lo que en principio parece una simple búsqueda de los orígenes de una forma musical asociada por antonomasia a lo porteño, no tardará en convertirse en un alucinante paseo por las magias, esplendores y derrotas de Buenos Aires, una ciudad cuya historia moderna es posible rastrear a lo largo de las poco más de doscientos cincuenta páginas del libro.
Martínez, dueño de una prosa milimétrica y sutil como evocadora e inteligente, de lo mejor que he leído en mucho tiempo, maneja a la perfección el recurso del relato enmarcado (quizá a la manera de su amigo Paul Auster, ambos deudores de las borgianas andanzas narrativas), aquel que permite introducir un microrrelato dentro de la narración principal. Pero el recurso no se trata de una simple apelación a tecnicismo vacuo, sino más bien de una forma efectiva de proporcionar al lector múltiples puertas de entrada a la historia narrada. El pasaje donde uno de los personajes, aparentemente secundario, es retrotraído al pasado para mezclarse en una sórdida historia de tiempos de la dictadura militar, de montoneros y represión política, es un buen ejemplo de ello. Porque ese pasaje, sucedido tres décadas antes del tiempo en el que sucede el relato narrado por Bruno Cadogan, da una imagen de una Buenos Aires envuelta en la penumbra del totalitarismo contemporáneo, del sueño de la razón alucinada que no solo produce monstruos sino muertos. Así, la Buenos Aires del turismo de la pobreza y la del esplendor contemporáneo se confunden y se interpelan mutuamente para erigir la imagen de una ciudad enclavada sobre la infamia y sobre la fascinante tradición de sus culturas urbanas vagamente autóctonas y decisivamente emigradas y asumidas como propias.
El espíritu tutelar de Jorge Luis Borges protege y guía de alguna forma todo el tour de Bruno Cadogan por Buenos Aires. La idea de la ciudad como un laberinto gigantesco, con dédalos barriales a escala menor como Parque Chas (que el narrador visita porque allí ha cantado Martel y en el que se pierde inevitablemente en medio de calles y casas fantasmales que son como la vuelta de tuerca urbana y moderna de la Comala de Rulfo), es tributaria del autor de Fervor de Buenos Aires. El hecho de que Cadogan se hospede en la casa de la calle Garay, donde Borges situó “el Aleph” del rosado Carlos Argentino Daneri, también es como un homenaje al ciego escritor. En efecto, la existencia o no de “el Aleph” es uno de los resortes que mueven una de las varias tramas de la novela.
Especial mención merece el tiempo del relato, la época en la que se desarrolla la visita porteña de Cadogan. La misma sucede en los prolegómenos y los momentos principales de la crisis económica y política del 2001 en la Argentina. Enjambres atroces de mendigos solitarios, ecos disonantes de cacerolazos resistentes y persistentes, corralitos desesperantes en los que es encerrado no solo el dinero sino también toda una generación confianzuda de la realidad aparente del "uno a uno" y la ciudad europea en América del Sur empujan desde el fondo los vagabundeos investigativos de Cadogan.
El cantor de tango es una novela del "tiempo del desprecio" bonaerense, pero también, y principalmente, una cartografía privilegiada de las muchas fascinaciones que esa ciudad ejerce sobre quien se anime a otear su rica historia de cemento y vida.
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