El poeta del pulso herido

(En el 70º aniversario de la muerte del poeta)

Acicateado por mis lecturas de Borges, quien denostándolo llamó "andaluz profesional" al poeta granadino, la obra de Lorca no lograba entusiasmarme del todo hace algunos años. No podía seguir el ritmo de sus romances morenos porque estaba embargado por los versos de arte mayor de la poesía de Darío. Hasta que cayó en mis manos Poeta en Nueva York. Ese libro, que Octavio Paz consideraba uno de los más importantes del surrealismo en lengua española, y que probablemente forma parte, junto a Trilce, de Vallejo, y Residencia en la tierra, de Neruda, del tríptico fundamental de la ya madura poesía de vanguardia hispanoamericana, sacudió con fuerza los cimientos de mi sensibilidad e hizo de mí un lector más atento del sutil drama poético lorquiano.
Ya fue menos difícil, entonces, comprender los muchos aportes del asesinado poeta a la lírica en español. Si Poeta en Nueva York es el grito de cemento y asfalto en las entrañas nacientes del progreso técnico, un grito de las barriadas negras que subían a la ciudad para ser vomitadas por el espanto del blanco opresor, el Romancero gitano es el pulso vital del canto popular en clave poética moderna, un pulso tenso entre la España soterrada de los gitanos y la España blanca, católica. Lorca mismo parecía identificarse con ese pulso, pues en el "Poema doble del Lago Edén" escribió: "... porque yo no soy un hombre ni un poeta ni una hoja,/ pero sí un pulso herido que ronda las cosas del otro lado".
Hace setenta años moría Lorca, y desde que su poesía está cosida a mi costado, lo imagino esperar las balas fascistas con una mueca de tristeza, no por él, sino por nosotros que no conoceríamos ese verso último que estoy seguro imaginó allí mismo frente a sus verdugos y que habría de cifrar todo lo que un siglo de infamia concentraría en su muerte simbólica por absurda. "Los poetas son dioses liberados", escribió Ralph W. Emerson. Asesinarlos es matar un poco el mundo.