Siento que me aplastas con tus pesados zapatos de hierro desvaído, y tus oscuras garras terminan esa milenaria tarea que es esencialmente correcta.
Para entonces, sentía que el mundo me caía encima, pero no te dabas cuenta, pues estás amaestrado para estallar precisamente en mi crisma, en el centro de mi pequeño cerebro que no alcanzó a desarrollarse lo suficiente, pues cada día, desde que me conozco, se la pasó planeando el crimen, tu muerte, ese que para mí sería perfecto.
No avancé en calorías ni en grasas para ganar, siquiera, unos cuantos kilos. Mi desnudez me enseña que no fue suficiente el apoyo crítico de mi madre, ahora navegando en las estrellas, esas que en este instante veo claramente cuando me destripas con un extraño furor de fanático impenitente. ¡Si tan solo pudiera asir mi rabia desbordada, el desespero que inunda mis sentidos! Pero no, ni tus mazas, ni tus zapatos me lo permiten. Ahora muero embebido en un extraño color violáceo, asfixiado. ¿Y tu muerte?
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