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Inicio / Cuenteros Locales / D_poe / Ritual de Montaña 3®

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El amanecer los encontró reanudando el camino. El frío resultaba insoportable, y mejor era seguir para calentarse. Tardaron unos minutos en agarrar el paso; a Emiliano le resultaba terrible cómo las piernas entumecidas no respondían, se ponían tiesas, los huesos tronaban uno a uno, y caminaba como si recién hubiera aprendido a hacerlo. -----------
Aquél campesino de cara redonda no tenía buen aspecto, y lo peor era que Emiliano comenzaba a notar esos ojos hundidos en los otros dos. El caminar se hizo eterno, el sol era una loza ardiente que pasaba a través del mimbre de los sombreros, cuya comezón los hacía quitárselos para limpiarse el sudor con el antebrazo; el calor no los dejaba respirar bien por más eucaliptos que llevaran en la nariz. A Emiliano ya nada le consolaba el dolor de las piernas, tenía que apretar y masajear una y otra vez sus muslos para resistir, y, a fin de mitigar los espasmos involuntarios, se amarró un chal en cada uno de ellos, apretando fuertemente el nudo. De la misma forma, aquella ampolla en el talón no cedía, y por la empresa difícil de ir apoyando primero la punta y luego pisando de costado para evitar el dolor del tobillo, nuevas ampollas le surgieron en la parte delante de la planta y en los dedos, haciendo que los jirones de zarape se pegarán y despegaran a cada paso, aumentando el tormento. Con el talón y el tobillo derechos en ese estado, apoyaba todo el peso sobre el pie izquierdo. También tenía hambre, y no cargaban más que la fruta, el jarrito con vino, el conejo que ofrendarían, y los tónicos, que cumplían su función, pero que no mitigaban del todo la sensación de necesitar alimento; asimismo, el morral donde llevaba esas cosas contribuyó con su parte, cuando la correa se encajó en su hombro. De nueva cuenta imaginó aquel jardín de flores rojas, con un rictus y un lamento que hacía para sus adentros, recordando que ese dios le había salvado su vida y podía hacerlo con la comunidad y su familia.
Los cuatro iban con las cabezas gachas; a estas alturas, contemplar desde una loma lo que quedaba por andar y ver las veredas culebrear, subir y bajar hasta perderse en la lejanía, se volvía otro suplicio. ---------------

El campesino de cara redonda no pudo más, las piernas se le acalambraron y se derrumbó. El de barbilla prominente y Emiliano frotaron sus muslos enérgicamente, mientras el de cara larga lo sostenía por los brazos; así lo iban también estirando, entre gritos horribles de sufrimiento. Pero el de cara larga lo soltó y salió corriendo hacia un matorral. Emiliano miró hacia el de barbilla prominente y observó su cabeza moviéndose en círculos y los ojos entrecerrados: ambos estaban igualmente enfermos.
Como pudieron levantaron al acalambrado y lo llevaron sobre los hombros, el otro de cara larga les siguió tras volver al camino, arrastrando los pies. Escucharon el clamor del tren y se desviaron un poco, hacia la vía; el de cara redonda ya no podía continuar y era mejor que el de cara larga también se fuera con él. El ferrocarril pasó con gran lentitud, subieron a los campesinos sin necesidad de que se detuviera, y aquí se presentó la gran tentación, porque quienes saltaron del vagón para ayudar a los campesinos, plantearon la idea de acercarlos algunos kilómetros a la cumbre de Emu. Emiliano se mantuvo firme, imaginó otra vez llegar a ese jardín de flores y su visión cobró fuerza, como si ya hubiera estado allí. Un reclamo del tren lo volvió a la realidad y Emiliano no aceptó la ayuda. El otro campesino de la barbilla dudó un poco, pero se tenía que quedar a su lado; toda la responsabilidad de guiar al hombre que salvaría a la comunidad era suya.
De vuelta al camino, Emiliano desamarró el nudo de los chales en sus piernas y pasándolos por debajo de ellas, tomó los extremos con las manos; el haber levantado a ese campesino terminó por destrozar la poca entereza que le quedaba. Parecía un títere, iba, literalmente, cargando sus piernas. Y finalmente pasó, el último campesino también fue invadido por la enfermedad, y resbaló en plena pendiente. Emiliano quiso ayudarlo, pero se fue de rodillas, lleno de cansancio, de angustia y le gritó:
-¡Levántate!¡Vamos levántate!-
Y aquel decía cosas en voz alta, sacudiendo la cabeza, cosas que él no comprendía. Emiliano se puso de pie como pudo, soltó los chales con que cargaba sus piernas, se movió hacia el campesino, lo tomó de su manta, y luego por debajo de los hombros, pero no pudo pararlo.
-¡Levántate!.-
Y cada intento lo hacía peor, porque resbalaba con la tierra suelta, y caía más descompuesto. Emiliano no sabía cuánto faltaba, y eso le perturbaba. Subió hasta la loma y vio el camino sinuoso que se perdía en la lejanía sin rastro de algún monte, o de algún jardín de flores rojas, y un pensamiento le taladró el corazón; que quizá habían tomado el camino equivocado, que en algún punto se desviaron, y lloró, como nunca lo hizo, y su llanto se volvía un eco en la inmensidad.---------
Entre las lágrimas le sorprendió que las piernas le dejaron de doler, al igual que sus pies. El silencio le invadió, no escuchaba animales, ni siquiera el murmullo del viento. Comenzó a ver todo con un aspecto lechoso, que, a decir verdad, le daba tranquilidad. Volvió despacio sobre su propio eje, sintiendo cada poro en su piel, y en esta sensibilidad no se percató de sentir al viento. Caminó unos centímetros de regreso y ya no encontró al campesino enfermo ¿A dónde podía haber ido?, ¿Era ahí justo donde lo había dejado? Palpó su cabeza por todos lados, el dolor de las sientes también había desaparecido, y su corazón comenzaba a latir con más serenidad. Se quiso frotar los ojos, dedujo que haber aprisionado sus párpados al llorar provocaba ese paisaje neblinoso, pero en el intento contempló sus manos, sus piernas, sus pies destrozados, y todo estaba tan claro. Subió la mirada de frente al sol; su luz no le cegó, y se percató de que tampoco sentía ya un calor asfixiante.
El suelo se abrió a la mitad de la pendiente que venía subiendo, y contempló cientos de colores en forma de gas que subieron sobre su cabeza para formar círculos y espirales, como espectáculo maravilloso que sobresalía más, porque era lo único a su alrededor que no percibía blancuzco. Poco a poco, esos gases de colores descendieron, y fueron aspirados por la tierra que comenzaba a cerrarse. Entonces brotaron flores de color rojo, miles, grandes, bellas, miles de flores. La pendiente se enderezó, siendo vereda, y surgió con un crepitar que invadió el silencio, un monte reverdecido, y encima de ese monte, un altar de roca.
Era el Monte sagrado de Emu, y Emiliano saltó de felicidad. Recogió algunas flores y atravesó ese campo maravilloso que desprendía un aroma delicioso. Subió hasta la cima sin ninguna dificultad y pudo ver cómo a sus ropas se les quitaba la suciedad y se resarcían los agujeros, los huaraches recobraban forma y los hilos se hilvanaban solos; las manos también se limpiaron, el cabello dejó la rigidez de un sudor seco, se volvió sedoso, desapareciendo la comezón debajo del sombrero, y la correa del morral dejó de incrustarse en el hombro. Estaba justo como había iniciado el viaje.
Hizo las ofrendas pertinentes, la fruta estaba fresca, jugosa, como recién recolectada, la yesca resultó más abundante de lo que suponía, y cocinó al conejo y encendió el incienso. Se postró a pedir por el pueblo de Toyotepec y por su familia, depositando a lo último el jarrito con vino, cerrando los ojos, y repasando el sacrificio que había realizado------


El sonido de unos pasos le sacó de la meditación. A la distancia, observó la figura de un hombre que se venía acercando muy lentamente, dibujando, recelosamente, sus facciones entre el panorama lechoso. Notó cómo ese hombre traía algo en sus muslos y en unos minutos se percató de que eran unos chales con los que cargaba sus piernas. Emiliano se puso de pie, estupefacto, y pudo ver su cara sucia, sus cabellos tiesos, y el pecho inconteniblemente agitado; aquella imagen de él mismo, también estaba sorprendida. No pudo pronunciar palabra, cuando lo intentó fue transportado nuevamente a esa pendiente en la que había resbalado el campesino, y en la que vio a ese otro Emiliano, sucio y cansado, frente a uno más, totalmente renovado; justo como en el altar.
Intentó comprender lo que pasaba y dialogó con su otro yo. Llegaron a la conclusión de que tanto había imaginado un campo con flores y llegar al altar, que lo había conseguido, viajando de alguna forma a través del tiempo y el espacio, y que, al llegar al altar y rememorar el sufrimiento de la travesía, había sucedido lo mismo, de forma inversa. Se encontró dividido en cuatro, dos en el altar, y dos en la pendiente, que en realidad eran solamente dos esencias divididas: una que imaginaba, y otra que recordaba. Deliberó un poco con su contraparte, en el altar y en la pendiente, sobré qué debían hacer: haber consumado el objetivo les permitió plantearlo con tranquilidad. Buscaron alternativas para estar con su familia, incluso los recordaron con mucha fuerza, para ver si así, el viaje a través del tiempo y el espacio se daba de vuelta hasta Toyotepec, pero, aunque los visualizaron, ninguno pudo verse entre ellos. Así que sólo una respuesta fue la evidente: si de alguna forma se habían dividido, alguien debía eliminar al otro para volver a ser uno. Estuvieron de acuerdo, y decidieron que la parte que llegó primero al altar debía ser quien tuviera el privilegio de persistir. De esta manera, la imagen cansada se recostó, en el altar y en la pendiente, y la renovada le descargó una piedra enorme sobre el cráneo.
Pero las cosas que contemplaba a su alrededor y el cielo, ya no fueron lo único lechoso; también comenzó a serlo el jardín de flores rojas, el monte, sus manos, sus piernas.
Emiliano supo que sólo alguien como él podía ayudar a Toyotepec en su lucha contra Mavesia, por la posición que ganó al participar en el gobierno, y que de esta forma fue la respuesta a los rezos. Supo también, que cuando se le dio la oportunidad de recuperar la vida tras los perdigones que le atravesaron un costado, la epidemia resultaba inevitable y a través de Emiliano y su familia, un ser hambriento de ofrendas se aseguró de que su pueblo enfermo pudiera realizarlas y seguir venerándolo. Emiliano jamás se enfermaría porque se volvió inmune mientras yacía en aquella cama, a costa de que después, su alma quedara perdida y sin rumbo; porque servía a los propósitos del dios pagano Otonteuctli.
Pero las cosas no le salieron al dios como lo suponía, y ante el fracaso de la empresa, el viaje por el tiempo y el espacio hasta el monte sagrado exigió un nuevo sacrificio y una nueva ofrenda.

La vista de Emiliano comenzó a nublarse cada vez más, y en esto descubrió el engaño para ofrecerse como último sacrificio: que cuando estuvo abatido, se imaginó en el altar, justo como había salido de la comunidad, y en el altar apareció ese cansado que fue un recuerdo, que a su vez se recordaba como quería verse: limpio y fuerte. El primer Emiliano en el altar era entonces el abatido en la pendiente y el renovado en el altar, y viceversa para aquél otro. La línea se entrecruzó, y nunca eliminó a la contraparte.

Eso pasó en la década de 1880. Hoy no hay Toyotepec ni Mavesia, no hay campesinos, epidemia, o dioses paganos, y tampoco existen los hijos de Emiliano, ni su esposa; ni Emiliano mismo.

Texto agregado el 09-10-2006, y leído por 360 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
09-10-2006 Me gustó, interesante, fluida. honeyrocio
 
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