Los días posteriores transcurrieron en calma. De Mavesia se hallaba a uno o dos espiando a lo lejos y eran rápidamente espantados. La vida en la comunidad volvió por un momento a ser normal. Cuando Emiliano se sintió lo suficientemente bien como para reincorporarse, escuchó el murmullo del río y quiso caminar por la orilla, al hacerlo se topó con los cuerpos de aquellas batallas, pudriéndose enredados entre el ramaje de los arbustos, la corriente luchando en vano para arrastrarlos, y se apresuró a ordenar que lo limpiaran. Aquello le había pasado desapercibido primero por el regodeo de la victoria, y después por su convalecencia, y un nuevo temor le atravesó el corazón; que Toyotepec ocupaba esas aguas para todas las actividades de riego, y algunos la bebían directamente. Tras retirar esos muertos y enterrarlos, Emiliano corrió hasta el yerbero con un traductor. Le pidió que preparara una mezcla para prevenir enfermedades intestinales, y fortalecer al cuerpo; indicó que debía hacerla en grandes proporciones. Aquél le miró un momento a través de sus cejas blancas y pobladas, pero trabajó arduamente, como nunca, tanto que ocupó un día entero para recorrer el monte por los aditamentos que necesitaría. Una mañana, Emiliano reunió a toda la comunidad, se procuró el registro de los habitantes y fue tachando los nombres con un carboncillo cuando tomaban el mejunje en té, siempre preguntando cómo se sentían, uno a uno: pero esto de nada sirvió, porque la enfermedad ya estaba entre ellos. -------------
Fue el turno de Emiliano de ir por los médicos a la capital. Llevó a los dos mejores, y no pudieron resolver nada, más allá de aplicar sueros hidratantes que el yerbero podía elaborar con mayor efectividad. La enfermedad tenía todos los síntomas del cólera, pero con consecuencias más mordaces; ya contaban cerca de 20 muertos y las fiebres, los vómitos y las diarreas llegaron hasta su cabaña.
La señora de aquel niño en el rebozo, volvió a presentarse con aquella otra que traducía sus palabras. Emiliano las invitó a sentarse a la mesa. Las mujeres notaban la evidente preocupación del delegado, que repasaba su cara constantemente con las manos y se mecía los cabellos. Las dos visitantes hablaron muy suavemente; ambas invadidas por la enfermedad se detenían para carraspear un momento, se tomaban el vientre con las cejas arqueadas y la espalda encorvada, unas veces la traductora tenía que esperar a que el dolor pasara, y otras era la del niño en el rebozo; así fueron conversando con dificultad, entre pausas constantes. Recordaron a Emiliano la deuda pendiente con Otonteuctli, y que debía caminar hasta la cumbre sagrada de Emu, cosa que no fue necesaria porque él no lo había olvidado. Aquel dios le había salvado milagrosamente, y podía hacerlo igual con su familia y con la comunidad entera.
Pero cinco días que eran los que tomaba esa travesía, resultaban demasiados; así que investigó si existía la posibilidad de llegar antes. Le dijeron que podría reducirlo a dos días sin hacer las paradas frecuentes, comiendo lo necesario, y caminando muy rápido, advirtiéndole que ello representaría un gran esfuerzo. Emiliano aceptó el reto y buscó hombres sanos. No fue sencillo, el panorama era desolador, lamentable, pero encontró a tres, uno de ellos ya habían caminado con él cuando bajaron a por las armas que llevaron los caballos desde la Capital: eran un campesino delgado y de cara larga, otro bajo de cara redonda, y otro más de barbilla prominente. No pudo llevar ningún traductor, estaban todos enfermos. Emiliano ya no se preocupaba por Mavesia que dejó de ser una amenaza, quizá porque el río también servía a aquellos.
Se repartieron la carga en los morrales. Llevaban fruta, conejo y un jarrito con vino; no así las flores rojas, pues a Emiliano le contaron que antes de llegar a la cumbre existía un jardín repleto de ellas, como señal de que la meta estaba a unos pasos de ser conseguida, y desde entonces no dejó de imaginarse el momento en que estuviera recogiéndolas. Pensaron llevarse sus zarapes sobre la manta, pero cualquier peso extra podría traicionarlos, por eso las mujeres prestaron dos chales a cada uno. A los zarapes los hicieron jirones para envolverse los pies; Emiliano pidió un recubrimiento más, y se pusieron unos guaraches por sobre la medida habitual, dado el tamaño del envoltorio. El yerbero les preparó unos tónicos a base de aguas minerales con manzana, y otros con naranja para energizarse; también les preparó otro para evitar rozaduras. Llevaron yesca y ramas de álamo e higuera, en un recipiente de barro cóncavo para alumbrarse por las noches ya que los quinqués resultaban muy pesados, asegurándose una ración extra para encender los inciensos y cocinar al conejo, toda vez en el altar. Llevaron asimismo, hojas de Eucalipto para evitar las congestiones, y astillas finas de madera, limón e hilo para curar las heridas. Y, por encima de todo, debieron cargar con la idea de que harían en dos días lo que tomaba cinco, y que de ello dependían sus seres cercanos.
Por supuesto que Emiliano no conocía el camino; los monteses le guiarían. Para que el sacrificio surtiera efecto y contara ante Otonteuctli, no podían calentarse con agua ardiente, o estar bajo influjos de hierbas alucinógenas, estimulantes, o cualquier otro mejunje que sirviera para mitigar el dolor. Tampoco podían tomar atajos y tenían llegar por su propio caminar.
La despedida fue triste. la desolación olía a muerte; la mayoría de los pobladores permanecían tirados en sus catres, sin fuerza alguna, y los animales respirando agitadamente, enconchados, esperando el último latido. Antes de cruzar la cerca y emprender el camino por esas veredas rocallosas, Emiliano se quitó el sombrero, lo puso en su pecho, miró su cabaña a lo lejos, y musitó como si por alguna fuerza sobrenatural sus palabras pudieran llegar hasta su esposa y sus hijos.
-Lo lograré…resistan-
Las primeras horas no tuvieron ningún problema; franquearon las pendientes irregulares con cierta rapidez y el sol se portó condescendiente, ocultándose constantemente tras alguna nube. El aire tocaba las mejillas y eso era refrescante; hacía creer a esos hombres que la empresa que se proponían no era tan dura después de todo.
Podría decirse que a Emiliano le emocionó la aventura en la que estaba enfrascado, más allá de la necesidad que lo empujaba a trazarla; pensó que podría encontrar parte del hombre que solía ser antes de enajenarse con el poder político, y que las culpas que pesaban sobre él debían ser expiadas. Iba tras los tres campesinos, a veces escuchaba que platicaban y en cierto momento, alguno de ellos volvía la cabeza para mirarle y entonces él respondía con una sonrisa y ademanes que demostraban lo fuerte que se sentía. Emiliano contemplaba el panorama: árboles, pasto, la tierra suelta que se levantaba cuchareada por la parte trasera de los huaraches, y, aunque se consideraba joven, era evidente que su condición no era la misma de un par de décadas atrás; por eso debía tomar precauciones, respirar correctamente, dar pasos largos. Luego de analizarlo, sabía que en tan larga travesía las cosas podían ponerse difíciles, y comenzó a saborear el éxito como motivación, imaginando que visualizaba en la lejanía ese lugar lleno de flores rojas; para esto también inventó una frase que le acompañaría incesante:
-Estoy en camino, ya voy a llegar-
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Emiliano pronto comenzaría a sentir en el talón derecho el nacimiento de una ampolla y eso comenzó a preocuparlo, cansándolo más el desgaste mental de que llevaba poco tramo y ya lo aquejaba la primera molestia. Los otros iban sin detenerse, dando pequeños tragos al tónico de aguas minerales, serenos, con paso firme, y no quiso decirles que le esperaran para revisarse; pero su andar fue alentándose y lo notaron. Le preguntaron algo. Seguro era que si se encontraba bien; les señaló el pie y se detuvieron. Él se quitó el huarache, luego el zarape, y vio la protuberancia con líquido. Tomó una de las astillas de madera, le amarró el hilo en un extremo y regó en ambos jugo de limón. Reventó la ampolla con la astilla, y la atravesó de manera que el hilo pasara por el centro de la herida; afuera la astilla, desamarró el hilo, dejando éste atravesado.
Emiliano pudo caminar nuevamente a gran ritmo y nada parecía detenerlos. Atravesaron la comunidad de Ixtepeji sin contratiempo, un lugar hospitalario que vivía de sus cereales y que sabía de los sacrificios para el dios pagano. Allí les ofrecieron agua y comida, pero aceptaron solamente el agua, no quisieron detenerse más. En un llano, cuando Ixtepeji ya era un punto tras su espalda, Emiliano cayó en la cuenta de aquello que hacía le parecía increíble, y que nunca hubiera aceptado hacer semejante esfuerzo cuando estaba en la Capital a cambio de algo tan incierto, como fantasía, de que con eso se salvarían decenas de personas de la muerte, incluyendo su familia. Tomaba un trago al tónico energizante y se asombraba de sí mismo, y de que cualquiera de sus antiguos colegas de la política lo consideraría estúpido; pero la experiencia con los perdigones avalaba sus acciones.
El campesino de cara redonda se detuvo abruptamente y se encorvó, apoyando sus manos contra sus rodillas. No tenía un gran aspecto, sus ojos estaban hundidos y su frente empapada. Venía haciendo un gran esfuerzo y nadie lo supo hasta entonces. No era natural que Emiliano pudiera resistir más que alguno de esos hombres dedicados al trabajo pesado, y ocurrió, que comenzó a vomitar y entre sus vómitos hubo sangre. El delgado de cara larga, el de barbilla prominente y Emiliano, se lamentaron con miradas, levantando sus sombreros lo suficiente para repasar las cimeras debajo de ellos. El de barbilla sacó el tónico del yerbero, le ofreció un trago con unas palmaditas en la espalda, y aquél pareció tranquilizarse. Luego aprovecharon la parada para untarse un poco de mejunje contra las rozaduras en la entrepierna, y aspiraron eucalipto, lo que facilitó su respiración. Ya enfriados los pies, removieron las tiras de zarape, se masajearon la planta y Emiliano revisó la ampolla que se había tratado metros atrás. No descansaron mucho, pues los esperaba un Toyotepec en el que cada minuto podía ser el último y Emiliano cayó en la cuenta de que la aventura no existía cuando pensó en su familia. Debían llegar como fuera hasta esa cumbre en el menor tiempo posible, y entre todo, la frase aquella retumbaba como un tambor en su cabeza:
-Estoy en camino, ya voy a llegar-. -----------
Para cuando caía la tarde, se detuvieron nuevamente. Cada uno sacó su recipiente de barro, las ramas de álamo e higuera, y la yesca. Hicieron fuego depositando la yesca en el fondo del barro cóncavo, pusieron encima la higuera, y finalmente frotaron la higuera con el álamo. Después de encenderla, sacaron unos pedazos de tela y envolvieron el recipiente para evitar que al calentarse el barro se quemaran la palma de la mano. --------------
En medio de la noche, Emiliano escuchaba el silbido de las lechuzas, y el campanilleo de los grillos o alacranes. Las piernas comenzaron a dolerle demasiado, era imposible mantener el ritmo de las primeras horas, aunque la oscuridad le tranquilizaba las ansias. Echaba de vez en vez un vistazo a aquél hombre enfermo que ya venía detrás de él, y cuyo caminar tambaleante era visible; luego se concentraba en el suyo. Pese a todo, sus pies se movían aún con rapidez, pero debía estar atento, iluminando el camino con la yesca ardiendo en el barro, pues un tropiezo o un mal pisar en alguna irregularidad del terreno, era suficiente para acabar con la empresa y quedarse tendido; además debía ver qué rumbo tomaban los dos adelante de él, y esquivar alguna rama, o arbusto que aparecía de pronto, saliendo de entre las sombras. En esta atmósfera, nuevamente vino a su mente ese campo de flores rojas y el altar del dios pagano, los veía con gran claridad en la lucha entre esa lucidez donde no hallaba explicación a lo que estaba haciendo y la ilusión de que su familia dependía de llegar a la meta. Con la yesca en una mano, y con la otra echando montoncitos para mantener el fuego, un suspirar llevó el rostro de su esposa, mimándolo, preocupándose por su bienestar, viajando hasta la Capital para salvarle la vida; Emiliano se juró ser un mejor marido y un mejor padre cuando todo estuviera resuelto, porque, aunque las llamas danzantes de la yesca le mostraban que era hombre de buenos sentimientos, una lágrima seguía atorada tras los pecados de antaño, y un sollozo que era ahogado por los pasos sordos en el zacate y el rechinar de los huaraches, le llenaba de arrepentimiento. Y cuando pensó en arrepentirse, se sorprendió de que estuviera sentenciándose en gran parte, por lo hecho durante el régimen del general Díaz, y no por haber llegado a Toyotepec, que esa sería la verdadera causante de la desgracia cernida sobre él en ese instante, pero de lo que extrañadamente no se lamentaba; ese pueblo apareció, sin saber cómo se había enterado de su existencia, para ser redención y condena, para demostrarle que era fuerte, capaz de tomar decisiones por sí solo, y que valía la pena luchar la vida por algo importante como el alimento o el bienestar colectivo, y no por algo banal como la ambición de la silla presidencial.
Su ampolla renacía, así que tuvo que ir apoyando primero la punta del pie derecho, y en ese malabar trastabilló en rocallosas, resintiéndolo el tobillo. Pero no se detuvo. No podía.-------
El andar era lento, los pasos pequeños, levantar cada pierna costaba. Llegaron a otra comunidad que lucía desierta a esas horas, sus caminos subían y bajaban y las chacras se escondían tras matorrales. Alguien se asomó en un zaguán al escuchar los pasos arrastrados de los campesinos, y volvió al interior de su guarida tan rápido dirigieron sus ojos allí. No se escuchaban los perros, o los coyotes, solo el murmullo del roncar de los lugareños. Ellos también decidieron descansar, la yesca no duraría mucho, habían echado el último montoncito al recipiente y solo les quedaba la que necesitarían para las ofrendas en el altar, así que era preferible detenerse antes de quedarse en la oscuridad total en plena sierra. Llevaban casi un día entero caminando, forzando su resistencia al máximo; el cuerpo reacciona a las exigencias de la mente y el deseo, pero no siempre puede llegar tan lejos, cuanto menos si no se le atiende. Pararon en el zaguán de una cabaña que lucía deshabitada, no querían que alguien pensara que eran ladrones y se armara una persecución que sería ridícula porque no podrían correr por lo adolorido que ya iban. Dejaron el barro con la yesca sobre la tierra. Aquél campesino enfermo se levantó y corrió a ocultarse entre los matorrales, tenía ya la “cursera”, como le decían ellos. Los otros sacaron los chales de los morrales y se recostaron, utilizando este último como almohada, tapando sus rostros con los sombreros. Emiliano aprovechó para sobar su tobillo, y atendió por tercera vez la ampolla que había crecido hasta casi dividir el talón con el resto. Luego se enrolló un chal en la cara, se puso el sombrero encima, con el otro chal se cubrió el pecho, y se dispuso a dormir; debían descansar lo que pudieran, conciliar rápido un poco de sueño y dejar de lado pensamientos, mientras sus cuerpos aún estaban calientes.
Les levantó el tremendo frío entrando hasta los huesos, helándoles las extremidades, haciendo hielo su nariz y sus orejas. La ropa parecía humedecida y las sienes punzaban como si una presión terminaría por estallarlas. Emiliano despertó con un tiritar incontenible; el chasquido de los dientes y la taquicardia no se iban por más que se enroscaba como si quisiera meter su cabeza en el estómago. Entre el chal encima de sus ojos, y el sombrero, encontró un hueco para observar a aquel hombre de cara redonda que regresaba de los matorrales y que se retorcía por el dolor; antes de que la yesca se consumiera, contempló su boca seca, y sus ojos vidriosos y hundidos, quizá, pensó, debía quedarse en ese poblado para ser atendido.
Emiliano se quedó tirado otro rato. Esta vez la frase aquella volvió en voz alta, porque no estaba surtiendo efecto:
-Estoy en camino, ya voy a llegar-
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