Emiliano nunca imaginó que aquella tierra apartada pudiera embarrarse de tanta sangre, y así fue.
Llegó a Toyotepec en la década de 1880 proveniente de la Capital. Sin recordar cómo supo de la comunidad o si realmente deseaba moverse a las montañas, tenía presente que él mismo había pedido al general Manuel González ser el nuevo delegado, luego de que el anterior muriera.
Emiliano se presentó ataviado formalmente y el mismo sol y el polvo le restregaron lo equivocado de su indumentaria. Los lugareños le miraban con desdén; no entendía sus palabras y tampoco sus costumbres, aunque lo dejaban vivir tranquilo. Le acompañaba su familia, agradeciendo que Emiliano se alejara del Régimen en el que cada colaborador importante, como él, se volvía un blanco latente de los lerdistas: esos sediciosos que aún soñaban con la justicia.
En Toyotepec, los hijos de Emiliano, pese a caminar como extraños por los caminos pedregosos, fueron testigos de la hermandad entre los monteses. Todos trabajaban la tierra y los animales, y todos disfrutaban de sus productos tal cual un nicho comunista, concientes de sus responsabilidades con el bosque, y de su cuidado para las futuras generaciones; no necesitaban otra educación porque tenían la tradición y la experiencia. Emiliano se sintió bien; su esposa lo instaba a creer que su imagen de intruso se iría desvaneciendo, y que se integraría al pueblo conforme le vieran allí, al transcurrir de los años. En realidad lo conseguiría más rápido.
A finales de 1883, una vieja disputa se recrudeció hasta llegar a un escenario final. De la comunidad cercana de Mavesia, hombres furiosos atravesaron el río para apoderarse de hectáreas fértiles para el cultivo. Los de Toyotepec se defendieron con machetes y palos, pero aquellos sorprendieron con escopetas. Agazapado en su cabaña, aferrado a sus hijos y a su mujer, Emiliano escuchó los gritos de dolor y angustia; la sensación de sangre le penetró las sienes y el olor a hierba quemada le tocó el alma: milpas y sembradíos se consumían por fuegos provocados. En esta estupefacción, una mujer entró a la cabaña sin ningún permiso; iba con un niño envuelto en su rebozo y unos ojos que resumían aquella lastimera voz incomprensible para ellos en: “ayuda”. Emiliano telegrafió al General González sin éxito, porque jamás recibió respuesta; en aquella época, la idea de un país próspero y pacífico no se podía truncar por una mancha olvidada en las alturas, así que estaba solo en un lugar sin más ley que defender la propiedad a fuerza, y se dispuso a armar una pequeña guerra encima del país donde cualquier desorden se reprimía. Contactó en la Capital a pirañas involucradas en el ejército, que defendían de forma extra oficial los intereses de la presidencia, y a quienes conocía muy bien, luego de ciertos favores al erigir la política de Díaz, aniquilando las garantías individuales, y que nunca quiso cobrarse, pero que se volvió necesario.
Después salió por los hombres más fuertes de Toyotepec; los buscó en sus chacras y encontró a algunos planeando una resistencia imposible. Los campesinos vieron a Emiliano en el zaguán y entre sus pupilas ya no había desdén para él, sino una casi perdida esperanza. Emiliano les dijo que un cargamento de armas los esperaría en el camino, al que se llegaba por un sendero de tierra suelta en hora y media, de ida, y luego otras dos o tres a la vuelta por el peso que tendrían a cuestas y por lidiar con la pendiente en ascenso, pero solo le entendieron una frase:
-Vamos a recuperar sus tierras-
Reunió a diez que le siguieron con toda la incertidumbre en sus caras sucias y bigotudas. Llevaban sombrero de mimbre, y unos sobacos que olían a largas horas de trabajo. Iban cortando los matorrales con sus afilados machetes para formar atajos y Emiliano les contemplaba los rostros, con arrugas en el ceño que seguían por las mejillas hasta los cachetes y el cuello. Cuando podían le regresaban furtivamente esa mirada, queriendo vigilar sus intenciones en la profundidad de los ojos negros que ansiaban un milagro. Unos eran largos de cuerpo, la cara afilada les daba mayor dimensión y su cabello recién recibía las canas que ya invadían el bigote; otros eran bajos, de cara redonda, rostro brilloso y un pelo tan negro como la noche sin luna o estrellas. Todos tenían patillas largas, las manos percudidas y velludas, el dorso lampiño y colorado por el sol.
Cuando descubrieron el lomo de los caballos y vieron las escopetas y los fusiles, sus miradas por un momento se enternecieron, bien podrían haber abrazado a Emiliano, llevarlo en hombros, romper en llanto; pero eran de naturaleza recia, y toda aquella gratitud la mostraron con un ligero cabeceo. ---------
Emiliano suponía que en Mavesia, aparte de ganaderos y agricultores, eran también cazadores, y alguna duda le hizo pensar que había quien los ayudaba como él lo hacía con Toyotepec. Lo cierto era que las cosas se emparejaron, y poco a poco los invadidos se fueron levantando para recobrar lo suyo.
La lucha fue fuerte. Cientos embravecidos. Los que no alcanzaron armas, se rifaron la vida a palo y a machetazo limpio. A los desafortunados les destrozaban el rostro o el dorso, y los más listos, esperaban enconchados a la recarga del arma para arremeter contra el enemigo y desgajarle la piel; a veces con tanto encono, que casi cortaban brazos o piernas. Las bajas fueron muchas, pero vencieron; los de Mavesia huían trompicándose al otro lado del río que se atrevieron a brincar, y que en un instante se había vuelto un paisaje turbio, cuando tanto muerto cayó en sus aguas.
De inmediato, en el acceso principal a la comunidad levantaron una cerca, que era cerrada todas las noches y en la que se instalaban una docena de hombres con escopetas y fusiles.
La actitud hacia Emiliano cambió radicalmente en Toyotepec. Le mataron cerdos para sentarlo a la mesa y le permitieron tomar lo que quisiera de sus cosechas, aunque siempre fue lo necesario; la situación tras los enfrenamientos era crítica. Le regalaron además, un sombrero de mimbre. Pudo darse cuenta de que existía quien hablaba el idioma, y esos que antes no le hablaron, le compartieron sus costumbres, sus tradiciones, y más tarde su creencia religiosa. Aquí se enteró de Otonteuctli, el dios pagano adorado en Toyotepec que les daba prosperidad, abundancia, y al que Emiliano cuestionó levemente cuando hizo ver la situación precaria por la lucha de sus tierras, a lo que rápidamente respondieron que era él, la prueba de que Otonteuctli no los había abandonado. También le dijeron que en cuanto se tranquilizaran más las cosas, lo llevarían hasta la cumbre sagrada de Emu, en donde estaba el altar de roca que llenaban con flores rojas para simular la sangre nueva, sobre el que extinguían inciensos y alrededor del cual, tomados de la mano, formaban un círculo, alzaban sus plegarias y comían, ya sea conejo, borrego o cerdo, para no olvidar que se es solamente carne que busca trascender; al final se ofrendaba fruta, agua limpia y vino. Para llegar a esa cumbre había que realizar una travesía de cinco días caminando.
Una noche, un grupo menor de Mavesia, irritados por la humillación, sorprendieron a los campesinos de la cerca, y se armó nuevamente el fuego. Emiliano acudió rápidamente como apoyo, y fue ahí, entre el fragor de la lucha, que unos perdigones se le incrustaron en el costado derecho. Se derrumbó y, revolcándose, sintió cómo le quemaba la piel y los músculos se contraían; así se retorció cuando le cargaron para llevarlo lejos del peligro, con el yerbero, anciano y sabio, que era una especie de curandero, pero sin los aspavientos característicos de éstos: se limitaba a preparar mejunjes naturales. El yerbero le untó una de esas mezclas en la herida, y mitigó el terrible ardor. Sin embargo, Emiliano dedujo por las expresiones de su rostro que el problema era grave y tenía razón. De a poco ya no sentía las piernas, y el corazón le daba tumbos menos potentes: se estaba muriendo. Su esposa entró con los hijos, llevaban la angustia en todos sus cuerpos, desde el rostro hasta las piernas, y ella quiso ir por un medico hasta la Capital. Emiliano la interrumpió; le dijo que no la dejaría atravesar la pendiente con los habitantes de Mavesia rondando la periferia y que enviara un telegrama. Pero uno de los campesinos que hablaba el idioma, interrumpió argumentando que no habría tiempo para una respuesta y se ofreció a acompañar a la mujer con otros tres hombres. Emiliano espetó que esos hombres y esas armas las podrían necesitar en caso de ser atacados nuevamente, pero ya no lo escucharon, estaban tan agradecidos con él que se habrían lanzado al río si eso lo salvaba; ¡Quién lo hubiera hecho cuando subyugó a tantos desde una trinchera política!
-Bien…- dijo finalmente- Cuídamela…. Tienes que llegar al camino… y luego bajar un poco más a la vía… pide al ferrocarril que te lleve-
Los hijos se quedaron a su lado, le llevaron de vuelta a la cabaña y permanecieron frotando lo que les daba el yerbero para calmar la fiebre y el dolor, cada que éstos volvían. La visión de Emiliano comenzaba a nublarse, ya ni siquiera reconocía a la distancia sus rostros; la suerte parecía echada.
Una noche, le visitó nuevamente la señora con el niño en el rebozo, aquella por la que había decidido unirse a la batalla; los hijos le informaron quien era. Con ella venían un buen número de lugareños, en su mayoría mujeres y niños. Una mujer de aquellas que hablaban como él, tradujo lo que decían: Emiliano supo que reconocían la bondad de sus actos, y que los retribuirían elevando una oración por su bienestar. Escuchó asimismo, que las personas hacían un círculo a su entorno, y percibió un olor a incienso. Alguien repasó su frente y la traductora siguió, diciéndole quedamente que creyera en que Otonteuctli, el dios de la montaña, le sanaría, pero le pidieron jurar que a cambio, caminaría hasta la cumbre sagrada de Emu.
Para cuando llegó la esposa con el médico, la vista la tenía más clara; ya había dormido tranquilo. El doctor le auscultó las heridas y dijo que milagrosamente, la piel había echado para afuera el plomo por sí sola, y que comenzaba a tener un cicatrizar normal. Emiliano lo escuchó asombrado, porque sintió cómo los perdigones atravesaron y destruyeron su piel. La mujer estaba igualmente asombrada; cuando cruzó la puerta de la cabaña, sus ojos estaban cubiertos de lágrimas, seguro consciente de que el viaje hasta la Capital había tomado más tiempo del que su marido podría aguantar, resignada a no encontrarlo ya entre los vivos.---------
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