Los pintores de graffitis tenían de cabeza a don Hernán. Su blanco chalet era el punto de mira de estos individuos que esperaban que las complacientes sombras se aposentaran y establecieran en el lugar para ensuciar el blanco muro con sus grotescos dibujos y sus lecturas indescifrables. Cada mañana, el anciano aparecía en pijama con el ceño adusto y brazos en cadera hacía un inventario de daños y pintarrajeos. Luego, trapo en mano comenzaba a borrar las atrocidades, esperaba que se secara todo, luego aparecía con la pintura blanca y la brocha y después de afanosa tarea, el muro comenzaba a lucir tan blanco como esos sepulcros a las que alude la Biblia. Era tal su empeño por exorcizar de anatemas y groserías diversas lo que él consideraba su fortaleza, que a veces las sombras acudían a su cita diurna y el déle que suene limpiando y borrándolo todo sin percatarse que estas lo embadurnaban con ese gélido hollín que las compone. Y así, mientras don Hernán borraba los garabatos, los individuos llegaban puntualmente a su faena depredadora y rociaban el muro con su sibilino aparato. Ni el viejo se daba cuenta de ello, no los graffiteros de la presencia suya.
Esto se repitió por años. En la Ferretería apodaban a don Hernán como Mister Óleo Opaco, ya que cada dos días acudía al negocio a comprar un par de tarros de esa pintura.
Los graffiteros se casaron, tuvieron hijos, pero su amor por el vandalismo pictórico permaneció intacto. Don Hernán se encorvó mucho más, su ceño adusto se confundió en las miles de arrugas que pugnaban por prevalecer en ese rostro cetrino.
Cierta tarde, el anciano, cansado y hastiado de pintar y repintar sus estropeados muros optó por lo absurdo: compró un tarro de spray rojo y se dedicó a rayar y pintarrajear
con delectación senil lo que por años fue su más marcada obsesión. El muro quedó en pocos minutos hecho un asco y don Hernán se quedó contemplándolo con una especie de satisfacción que acaso lindaba en la locura. Esa noche durmió sin sobresaltos, libre de esa larga mortificación, sonriendo a ratos al imaginarse la cara que pondrían los tipos al no tener tarea que cumplir.
Aquella mañana, don Hernán se asomó a la asoleada mañana y su rostro apergaminado se iluminó como si dos soles lo enfocaran. En rigor, el sol oficial iluminaba su cara y la pared, blanca y virginal como el traje de una novia, hacía lo suyo, reflejándose en el estupor del anciano que contemplaba la indudable actitud contestataria de los avezados y traviesos graffiteros.
|