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Lo miraba insistentemente como si quisiera encontrarle la última expresión, que de seguro fue de terror. La palidez de su víctima no le concitaba curiosidad ni respeto pues desde pequeño supo de su madre que los muertos lo inspiraban por el mero hecho de estar muertos y porque ante los deudos se quedaban tan quietos que no les importaba ni la tristeza ni la desazón de ellos. Parado y mirándolo sin pestañear, observaba con cierta curiosidad el rocío que se iba acumulando lentamente en la frente del finado, el cual seguramente se desprendería formando una gota que alcanzaría la mejilla y le haría parecer como si, en la terrible mortaja, llorara. Mas tampoco eso lo inquietaba. Buscaba, imperturbable, la lectura de sus últimos segundos: el indescifrable camino a la muerte. Su boca atisbaba una mueca. Eso es, la boca mostraba signos de pánico pues sus bien delineados labios, en su postrer momento, giraron a un lado como si quisieran salirse de su marco y dejar, de esa manera, estampada la firma de esa turbación infinita.

Sus ojos casi abiertos dejaban escapar un tenue brillo que, a esas horas de la madrugada, concitarían el desconcierto de un ser normal. Pero tampoco era ello motivo de su atención. Algo más debía haber en ese pálido rostro de muerto silente. ¿Qué pensaría en el último instante de su vida terrena? ¿Será posible encontrar la respuesta simplemente en la parte superior de su cuerpo, o será que en el lugar en donde le penetraron los plomos se halle la solución a su pregunta?
Mil recovecos tienen las cosas, de seguro, y ello en el caso del difunto debe ser ley. Iba pensando en otra cosa, en ¿qué cosa? Iba tan tranquilo, como libre de culpas, como si la vida no se ocupara de él y él por ninguna parte la viera pasar.

–“¿En qué cosa puede pensar un hombre en esta ciudad de locos, si no en salvar su vida? –cavilaba Darío–.¡Hay gente definitivamente para todo! De ahí la facilidad para matarlo, para vencerlo de una manera casi pusilánime, casi sin combate, ni siquiera dio vuelta para ver a su verdugo. ¿Pereza quizás? ¿Indiferencia? Era muy descuidado y de seguro ni se merecía la pelona a su edad, pero no importa, ya está hecho. ¿Qué habrá pensado el bastardo? Su cara no dice nada, no se ven signos claros de tristeza ni de angustia. ¿No debía nada? No creo, todos debemos algo, todos hemos hecho cosas buenas y malas. Las buenas, está bien, las malas hay que cobrarlas, y a este le pasé la cuenta, o mejor, mi cliente le cobró con creces sus pecados que no importa cuáles fueron. Ya está frío, ya no volverá a desandar sus pasos. Pero ¿qué habrá pensado en el momento mismo que escuchó los disparos tal como lo hice yo cuando aflojé mi ráfaga de tiros? ¿No tuvo tiempo de pensar nada? Así de fácil cayó, sin odios, sin rencores, sin criterio, el muy hijueputa. Para morir hay que tener responsabilidad consigo mismo. Uno no puede burlarse ni siquiera de su asesino, ¡la vida es demasiado seria para hacerlo! Bien se merecía la muerte, no era un hombre. Morir como un perro, sin carácter, sin personalidad. No valía la pena ni matarlo. Si hubiera sabido que este era un mariquita resabiado, que no valoraba la muerte, no hubiera recibido el encargo. Matar es un acto de hombres y se mata a hombres, no a perros. A mí me gustan los animales, nunca los tocaría por nada del mundo. A los hombres sí. A todos y a cualquiera pero me gustan los dignos, me gustan los bravos, aquellos que intentan siquiera defenderse; desprecio las mariquitas miedosas o desdeñosas, como ésta, que no valía la pena. Desde siempre fue miedoso: sus ojos pequeños de rata le servían hasta para reír. Hablaba con ellos. Bastaba mirarlo para comprender que se estaba burlando de mí o que estaba ante una terrible prueba. Su inteligencia siempre se manifestó cuando nos movía a todos como a una sola persona. Era el líder natural del barrio como él siempre se llamaba. Bueno para las matemáticas y el español, nos hacía las tareas con una facilidad asombrosa y nos escribía las cartas para las aprendices de novia. Le gustaba la poesía al muy jediondo. Enamoradizo como ninguno, no dejaba loca bien parada, acababa con todas. No fue el rencor el causante de su baja, no. Fue simplemente negocio, una forma de vida. ¿Es acaso diferente esto a vivir engañando a los demás o a robar como hacen tantos en este mundo? Todos debemos sobrevivir haciendo algo, y la Virgen santísima me premió permitiéndome ser un verdugo divino, pues dejo vivir a quien yo quiero, y paso al otro lado a quien yo o mis clientes decidamos, es decir soy casi como Dios, solo que cobro por parecerme a El.

No le asoma ni un resquicio de arrepentimiento. ¿No tendría de qué arrepentirse? Creo que nadie en este mundo está libre de culpas y menos este gabán de alcahuetería y de buena vida. No hay muecas en su cara porque fue tan descuidado en vida que ahora menos se iba a preocupar por dejar alguna huella imperecedera para la posteridad. Es increíble el hecho de tener una expresión tan serena en estos aciagos momentos, máxime que su madre, la matrona del barrio, se muestra tan descompuesta con su muerte. Eso sí que es falta de respeto. Si resucitara ahora lo volvería a matar, pues esa falta de seriedad en este muerto es insoportable. Debería acompañar a la pobre vieja, siquiera con una expresión terrible en su rostro, por ejemplo con los ojos volados de terror, o la boca torcida por el pánico, es decir, debería de haber agregado un halo de tristeza más creíble para su madre pues casi da a entender, con su inefable imperturbabilidad, que gozó de su muerte, como si ésta hubiera sido un postre apetitoso o una mujer exuberante que le hubiera excitado todos sus órganos: ¡a lo mejor habrá muerto con una erección el muy maldito! Si el tiempo pudiera devolverse a nuestro antojo, no hubiera aceptado este trabajo pues resulta que el muerto me salió adelante y esto no lo puedo aceptar porque no está en mi repertorio. Recuerdo mi primer trabajo, el cual fue realizado precisamente cuando este filipichín ingresaba a la universidad. Antes de ir por mi víctima, me zampé un trago de sangre de gato con la pólvora de una de mis balas, y derechito me encomendé a mi Virgen bendita y a ella le pedí la mejor puntería del mundo, pero qué va, cuando le di el primer tiro, el hombre salió corriendo como un alma en pena, pues le pegué en el costado al muy güevón, y éste quiso volárseme pero lo alcancé y le di tres tiros más, dos de ellos en el estómago y uno en el brazo. Y en el piso me imploraba que no lo matara y ahí sí me dio rabia y le mandé el último lance de mis plomos a la cabeza. Recuerdo, con mucha tristeza a su hija implorándome que no lo matara pero ello no me amilanó y por el contrario me dio más valor para terminar mi trabajo. Ese obrero era un peligro pues el cliente me dijo que era el presidente de un sindicato de terroristas.

De ahí en adelante fue más fácil mi labor. Caían como hormigas, como insectos uno tras otro. Es un oficio, eso es, como lo era el de mi amigo periodista. Este bocón remozado se la pasaba hablando y escribiendo más de la cuenta según dijo mi cliente, a mí no me consta, pues poquito le hago a eso de la lectura. ¿Qué ganó con eso? Me gustaría que me respondiera sin rodeos el muy imbécil.

¡Ah! Veo esos huecos en tus mejillas que siempre te distinguieron con las mujeres del barrio: ríete ahora, ahora que te miro tan fijamente; ríete como lo hacías cuando cargabas a las mujeres más lindas de la gallada. Recuerdo esa vez que cogiste por el trasero a mi novia pues me provocó asestarte tres tiros en uno de tus ojos, pero no tenía las agallas, además eras más grande y más fuerte que yo y no sabía nada de armas. Después te fuiste para la universidad y te volviste un tipo respetable, tanto, que no me volviste a mirar de frente como si yo no fuera nada, como si fuera invisible. Yo también me fui para la universidad, pero para la otra, para la de la vida, para la mejor: tengo mis ahorros, mis mujeres, me respetan, y a vos, ¿quién te va a recordar? ¿Quién va a llorar tu muerte, fuera de tu madre y de esa latosa de tu novia, la misma tonta de toda la vida?

Si algo me desespera es tu frialdad en ese féretro, tu falsa tranquilidad, tu mentiroso tesón ante la muerte. Caigo en la cuenta que eras un tanto sordo y por ello no alcanzaste a percibir que esos plomos eran para vos; creíste que eran para otra persona y que de seguro mañana estarías escribiendo sobre ese suceso “infausto”, como solías llamar a los homicidios de la ciudad. Terco como una mula, no creíste en las amenazas que te mandó más de una vez mi cliente. Si hubieras sido un hombre más responsable con tu madre te hubieras ido con ella a otro barrio o a otra ciudad. Me decías, casi intimando, que no tenías el dinero y que tampoco tenías miedo porque a nadie le debías y que de seguro eso era una broma barata. Cara te salió, maldito. ¿Se habrá dado cuenta de que yo fui su ultimador? Mi madre también me contaba desde niño, que el agonizante o el hombre que iba a morir percibía todo lo que ocurría a su alrededor. Pues si se dio cuenta me importa un carajo, pues ya no puede hacer nada para dañarme, como sí lo hizo cuando mi novia me abandonó al caer postrada en sus brazos musculosos, pues, y eso sí debo reconocerlo, eras el de mejor músculos del barrio. Como vos, ninguno. Un golpe, así fuera de bajo tono, era un moretón en donde se lo asestaras a uno. Ahora los gusanos irán por ellos, como las pirañas van por todo aquello que cae en su reino.

¿De qué vale tanta vanidad, tanta inteligencia derramada, tantos quejidos por la humanidad? ¿Qué le importaba a este maricón el tal desplazamiento, el tal fenómeno paraco, la tal pobreza de su tal pueblo? ¿Qué se ganó escribiendo güevonadas? ¿Para eso fue que estudió el muy pendejo? ¿Por qué no se llevó a la vieja para otro barrio? Qué me importa. Ni siquiera me interesa si descansa en paz. Quien descanso en paz soy yo, pues acabé con un tipo que no le importaba morir, pues no era un hombre, era un mariquita, como esas maripositas que andan por allí regadas, impenitentes por el monte, volando arreboladamente como desesperadas ante la luz que las ciega. Yo, inefable amigo, cegué tu vida, pues he decidido que no eras nadie ni nada, que no servías para nada, que a nadie le harías falta tras tu muerte. Vete al infierno maldita mariposa impúdica, mentecato de siete suelas, periodistita de mierda. Ya que no encontré nada en ese rostro de muerto, te puedo asegurar, casi jurar ante Dios Todopoderoso y ante mi Virgen Santísima, que yo, Darío, tu dizque, mejor amigo de tu niñez, he hecho lo que he debido hacer: llevarte al lado oscuro de la soledad eterna, pues en este lado ya no estabas, ya no ibas a vivir sin un plomo detrás, en tus espaldas, y yo, tu hermano, he decidido quitarte de mi lado, apartarte de la vida para que mi madre, tu madre, no siga mirando inútilmente a la piltrafa de hijo que creía saberlas todas. Mi cliente también me lo agradecerá, eso espero.”

Texto agregado el 09-10-2006, y leído por 92 visitantes. (0 votos)


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