De repente salía una sonrisa de sus labios, así, sin avisar, nada más salía y llenaba de luz toda la habitación. Sus ojos me miraban con una calidez inexplicable y cuando estaba triste sus suspiros eran onomatopeyas lacrimógenas entrecortadas para mí. Saltaba de su natural anonimato a un protagonismo histriónico efervescente y algo sensual. Ana siempre tuvo esa increíble facilidad para sorprenderme y agotarme.
Sus palabras aunque quizá algo duras y vacías algunas veces podían ponerme a pensar por largos ratos. Podría pensarse que estaba yo muy perdido en sus pequeñas sutilezas femeninas, pero iba más allá.
Era algo de cuestión democrática y algo de reivindicación. Yo quería que ella fuera quién podía ser, ni más ni menos. Ella podía pero se dispersaba a veces muchas veces. Los diálogos, nuestros, o más bien nuestros diálogos, que para efectos prácticos no eran lo mismo, también se dispersaban. Había otra cosa en medio que nos movía al lado y nos hacía dejarnos caer en juegos muy de tarde de lunes, viernes o incluso sábado hasta no poder dar más.
La verdad es que, a pesar del tiempo transcurrido y las distancias recorridas e interpuestas, sigo pensando lo mismo. La consecuencia siempre ha sido mi ideal de vida. Digo, el poder decir-hacer, no decir-no hacer y todo eso que está más o menos en medio, a los lados y por debajito. Si voy a cantar una canción no tengo porque pedir la cuenta por ejemplo. Si quiero otra la pido y no me ando con “mirá que ya sabés…” y de más por el estilo. La reiteración nos llevará indefectiblemente al hastío de palabras, caricias y besos. Hay cosas que están bien, mal y para nuestra desgracia casi siempre se ponen mejor. Eso pasa.
Creo que a todos nos puede pasar como le pasa a Ana. Yo también estoy expuesto sino sumido en esos mismos e incesantes desvanes retro. Ver atrás, oler, comprar cigarrillos, ir al cine y pasear por el muelle a las 3:15am con ella y querer no querer pero no poder evitar sentir que no es así, como esta seguidilla de infinitivos que bien pueden asemejar nuestra propia posición ante los amantes ocasionales pero tan, tan oportunos.
Oportunidad igual que crisis, cuestión de quién lo mire, por dónde y cuándo… ahorita después de que me termine el último sorbo de mi cerveza. La llamada que no se hace por orgullo y el beso que no se da porque son las 12:30pm y no me gusta así, sin atmósfera y sin su debido cressendo. Si todo fuera tan fácil como hacer lo que decimos y creérnoslo, pero no, no, tenemos que fallarnos e irnos para la casa cansados, frustrados y de pie en un colectivo demasiado viejo y sucio y que hasta resulta caro.
Leemos la correspondencia con una postura de fingida mesura cuando sabemos que nos morimos por saber si quién yo sé me escribió o te escribió o nos escribimos o respondimos o ignoramos y callamos. Al menos una tarjetita. No, ni eso; al enemigo no se le da ni agua. Ana es igual o quizá lo mismo. Parecen planteamientos similares pero no lo son. Guardan sus distancias y diferencias como Ana y yo, o como dos domingos iguales o Abril y este café que me estoy tomando.
Ciertas épocas, debo admitirlo, me hacen un cretino sentimental y suave. Ana es más sutil. Claro, es fácil para ella porque para empezar es mujer. Antes pude ser… antes de que fuera 26 de noviembre y que el mundo cediera un poquito a la euforia. Ahora no. Es muy tarde y esa canción de un hombre que ya está muerto que habla de esa mujer y de todo lo que no entendía suena allá, en la radio de mi vecino. Me recuerda a algo pero de forma muy vaga. Que pena, tendré que seguir sin poder recordar. Me pasa como cuando me quiero acordar de Ana y de otras personas muy queridas. Se me confunden todos y termino extrañándolos mucho por igual. Eso es injusto ya que debería ser más severo con unos y llamar para saludar a otros. Mañana, mañana y mañana…
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